Con el desarrollo científico hemos alcanzado tanto a asomarnos al cosmos y a dominar distancias siderales como a penetrar en el interior del átomo, pero no hemos conseguido evitar las guerras, las epidemias y el hambre y vivir en paz. Y todo el progreso se nos puede derrumbar si no logramos una convivencia pacífica entre nosotros. Necesitamos saber vivir, encontrar sentido a la realidad, ser capaces de reflexión y de tomar decisiones atinadas. Y poder aprovechar lo que pensaron otros sobre estos temas antes que nosotros, dentro de nuestra cultura milenaria. Eso es lo que nos propone la sabiduría.
Ella ayuda a cada uno a construir su propia vida y hacerla más lúcida, libre y feliz. Con ella, las cosas que hacemos adquieren un significado y un propósito. Y la vida se nos hace más simple y directa, y no incierta, ansiosa y confusa como nos muestra la sociedad de hoy.
Es un saber muy particular que no pertenece a ninguna ciencia. No se trata de una teoría sino de una práctica y una experiencia. Poseer una adecuada cantidad de conocimientos y saber usarlos con prudencia y sensatez.
La sabiduría es una cualidad del carácter que se va construyendo como disposición a actuar de determinada manera. Se van integrando creencias y modalidades de acción, se van naturalizando y forman un verdadero ordenamiento interno que guía la conducta. Puede ser desarrollada por la experiencia, guiada y estimulada, pero no propiamente enseñada o trasmitida si el receptor no la incorpora personalmente como experiencia vivencial Es una forma especialmente bien desarrollada de sentido común y de sano juicio.
Además, la sabiduría puede ser llamada la ciencia del obrar humano. Es una búsqueda noble, útil y alegre. Nos libera de la inutilidad, de la superficialidad y del vivir en vano. Nos da una lucidez que nos permite apreciar lo que vale la pena en la vida. Y genera una existencia responsable y digna, y poder gozarla.
En síntesis: trata de responder a la pregunta de qué es bueno para el hombre. Así como la psicoterapia tiene por finalidad acompañar a la persona a aprender el arte de vivir con sensatez, eso mismo intenta el camino de la sabiduría. Además, tengamos presente que, sin sabiduría, un pueblo no tiene rumbo ni tiene futuro.
La transformación cultural incluye actitudes de la población que son esenciales pero que hoy consideramos “faltantes”. Parecen dignas de especial atención: reflexión, disponibilidad, sencillez y alegría.
Detenerse para ver y pensar
Mientras la Tierra sigue su camino en silencio y sin descanso, el hombre de hoy vive distraído en no se sabe qué y se inquieta por calmar una ansiedad indefinida. Es un ritmo que reclama rapidez, todo al instante, y un trajín con un rumbo incierto que impide la nitidez de la visión. El mundo se ha convertido en un torbellino ruidoso, con un tiempo líquido y un espacio vacío. Y arrastra el agobio de la incertidumbre.
Ha llegado el momento de detenerse, mirar en qué estamos y pensar cuál es el camino. Se hace imposible mantener el vértigo, que impide una clara visión de la realidad. La contemplación y la serenidad son dos tesoros que hemos olvidado.
Una conducta humana normal supone acercarse a la realidad con una actitud abierta, exenta de prejuicios, que permita una visión objetiva. Es de un valor inestimable el hombre bien dispuesto, de percepción mental clara y fresca, de “ojos limpios y espíritu sincero”. En su contra, está la inmensa cantidad de intereses económicos, políticos, etcétera, que nos rodean y que fuerzan a distorsionar la imagen de la realidad.
Es fundamental que aseguremos nuestra sensatez. La aceptación de la realidad, la tolerancia a la frustración y la prudencia en el actuar constituyen un apoyo firme para ella.
La capacidad de reflexión y el equilibrio emocional son las dos condiciones que pueden salvar a nuestra sociedad de desembocar en situaciones sin salida. Además, por otro lado, es posible sostener la esperanza. Siempre el espíritu de los pueblos atesora una luz que les permite finalmente el discernimiento de los caminos deseables.
Estar disponible
Los hombres no somos islas. Desde el primer momento de vida, el vínculo interpersonal constituye parte esencial de la existencia. El destino de cada hombre es un destino con otros. El hecho de compartir una misma condición humana y protagonizar una misma historia funda una inevitable solidaridad para con todos, que, en esencia, consiste en una actitud de aceptación de la existencia del otro.
Así, el sentido de solidaridad resulta una condición necesaria en cualquier personalidad adulta normal. Y la incapacidad de sentir responsabilidades en común, la indiferencia respecto de los otros o la despreocupación por la suerte de los demás, indica un déficit en la estructura psicológica de cualquier ser humano.
El principio básico de la convivencia social es respetar al otro, que lleva a la capacidad de diálogo y la aceptación de las diferencias, dentro de un clima de confianza basado en una sinceridad y equidad imprescindibles para la vida en sociedad.
Lo esencial es tratar al otro como persona, a cada hombre, a todos los hombres. Y tratarlos como personas significa ponerse en su lugar, tomarlos en serio, atender a sus derechos y sus razones, prestarles atención, tratar de entenderlos. Lo cual implica una necesaria actitud de disponibilidad de nuestra parte.
Pero hoy, en nuestra convivencia, no predomina la buena voluntad. No se facilita y se promueve el bienestar del otro. No es común atender a su deseo ni a su necesidad. Nos son precisamente la voluntad y la disposición favorables lo que nos caracteriza. Pero la actitud humanamente sana es la de estar dispuesto, estar presente, estar cerca.
Ser tal cual es
La sencillez es el rasgo propio de las personas que son naturales, espontaneas, honestas y transparentes, que actúan sin complicaciones, no crean dificultades, prefieren la informalidad y no gustan de los protocolos y la ostentación. La sencillez en el hablar tiene el nombre de sinceridad, la cualidad de obrar y expresarse con verdad y honestidad, sin fingimientos. Es de las personas que no tienen dobleces ni intenciones ocultas, que no buscan intrigar, que actúan con “recta intención” y que hablan con franqueza, pero sin ofender. Su lenguaje es honesto, natural y veraz.
Como se fundamenta en el respeto hacia el otro y el apego a la verdad como valores esenciales en la relación con los demás, la importancia de la sinceridad hoy adquiere decisiva relevancia, porque justamente la legitimidad de la vida pública actualmente está en crisis.
La sinceridad genera confianza en los otros y permite la convivencia. La vida social sin confianza se hace imposible.
A su vez, la sencillez en el actuar se llama humildad. Es la capacidad de reconocer tanto las virtudes como las limitaciones y los errores propios, con una conducta clara, honesta y genuina. Una persona humilde es modesta, sin alardes de superioridad.
La humildad es una actitud interna de aceptación de nuestra realidad existencial básica: que somos seres limitados y dependientes y que nos cabe renunciar a la omnipotencia y a la libertad absoluta.
De modo que la esencia de la humildad es la verdad. Es la actitud del hombre que se tiene por lo que realmente es.
La sencillez no tiene buena prensa en nuestra cultura globalizada. Es una condición valiosa, pero poco apreciada en un estilo de vida donde se priorizan la competencia, la fama, el triunfo sobre otros, el prestigio y el poder, con prescindencia de la licitud de los medios para lograrlo. Nuestra vida social no es precisamente una vida simple, veraz y feliz, sino más bien el reino de lo inauténtico, de la apariencia y el disimulo.
Gracias a la vida
La alegría es un estado de ánimo que brota de un amor a la vida: la convicción de que las cosas tienen sentido y que la existencia vale la pena. Por tanto, de la aprobación de estar vivos y de participar de la vida y del mundo nace el temple anímico gozoso que llamamos alegría.
Más que un sentimiento, que puede ser vivencia pasajera, la alegría es una forma de estar en el mundo con de gratitud por la vida y por las cosas, que me han sido dadas gratuitamente, no por merecimiento ni por justicia. Se podría decir que la alegría es un pacto de reconciliación y consentimiento con la realidad. Una capacidad de goce, fruto de una disposición primordial de estar a gusto con la existencia.
La alegría genuina siempre tiene una razón. No se puede llamar propiamente alegría si es solo una reacción a una estimulación artificial (alcohol, droga, sexo…), nacida de la necesidad de sentirme bien y de huir de los males. Esto explica por qué la depresión es el rasgo dominante que define el carácter del mundo actual.
Una especial versión de la alegría es la nacida de la presencia del otro, de “ser con otros”, del “gusto por la gente”. La vida humana tiene un destino compartido. Vivir es convivir. El asumirlo genera eso que llamamos “amor”, que es “alegrarse de que el otro exista y desearle el bien”. Sin amor no puede haber alegría. La indiferencia no sabe de alegría y allí tienen sus raíces la depresión, el hastío y la acedia. Así, pues, la alegría es un componente esencial de una vida verdaderamente humana.
El momento histórico que nos toca vivir nos interpela a los argentinos con el clamor de los hechos. El camino recorrido nos condujo a los males que tenemos, lo que nos certifica que la transformación cultural es imprescindible. Y se hace necesario comenzar con la convicción de que “el cambio depende de cada uno de nosotros” no es una simple frase hecha. No puede haber democracia sin demócratas. Solo una mentalidad nueva asegura un futuro consistente.
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