“Cambio climático y climaterio mental”. Así titula Juan Manuel de Prada su última columna en ABC, en la cual se refiere a ese “dogma” del cambio climático que pasó a formar parte de la agenda de esas élites globales que generan negocios privados, pero financiados con subsidios públicos millonarios. De esta manera, el escritor español coloca al cambio climático no como un mero motivo de entretenimiento para intelectuales y activistas, sino como la piedra angular de una estrategia conducente a concentrar la riqueza y el poder en unas pocas manos.
Uno de los efectos colaterales de la pandemia es que debimos acostumbrarnos a aceptar a libro cerrado, y rápidamente, políticas y medidas que venían con la etiqueta de “científicas”, como si esta categoría no fuera una construcción humana sujeta a nuestras muy naturales imperfecciones.
A modo de ejemplo, basta recordar que en la década de los ´50 aparecían en la propaganda de cigarrillos médicos que recomendaban las marcas “más saludables”. Una de ellas informaba con precisión “científica” que, para 20.679 médicos, fumar esa marca protegía a la garganta de “irritaciones”, efecto secundario presumiblemente positivo que las otras marcas no podían garantizar. ¿Qué había de científico en todo esto más que la fuerza de gravedad de los millones de dólares? ¿Quién nos asegura que toda esta movida detrás de las energías renovables no va por los mismos carriles?
Lo cierto es que la agenda de las energías renovables cuesta ya a los uruguayos cientos de millones de dólares al año en sobrecostos, incluyendo lo que UTE paga por energía que no utiliza. Sin embargo, las energías renovables subsidiadas siguen proliferando en nuestro país. Más aún, parecería ser que Uruguay se embarca en el mundo de las finanzas sostenibles, iniciativa que nos trae reminiscencias de esfuerzos pasados por complacer a la OCDE. Así lo anunció la ministra de Economía la semana pasada durante su discurso, en ocasión del almuerzo anual patrocinado por la Unión de Exportadores. Pero, ¿qué son las “finanzas sostenibles”?
En forma sintética, se refiere a la utilización del sistema financiero como instrumento de política a efectos de sesgar el crédito hacia los sectores calificados de “sostenibles”, penalizando a aquellos “no sostenibles”. Esto, que a todas las luces es un evidente “neodirigismo”, resulta ahora convenientemente justificado como medicina terapéutica ante los supuestos riesgos sistémicos que el cambio climático podría producir al sistema bancario; como si los bancos no estuvieran acostumbrados a enfrentar los efectos de secas, inundaciones, tornados, etc. Más o menos así lo expresa el economista John Cochrane de la Hoover Institution, para quien las “finanzas sostenibles” no son más que una forma de presionar a los reguladores para que obliguen a bancos y otros intermediarios a modificar sus políticas crediticias. Todo con el supuesto fin de evitar riesgos que para el economista estadounidense son “absurdamente ficticios”.
En el proceso, los reguladores se van a ir convirtiendo en actores directos del sistema financiero, seleccionando proyectos de su agrado, los cuales gozarán de la calificación de “sostenibles” y así se harán beneficiarios de créditos más ventajosos. En el otro extremo quedarán esos proyectos considerados “contaminantes”, que resultarán desfinanciados como consecuencia de alguna regulación –o arbitrariedad– administrativa. En definitiva, los bancos centrales pasarían a controlar, además de la emisión de dinero, la asignación de crédito en la economía, convirtiéndose en el proceso en una fantástica máquina de generación de rentas. El profesor Aswath Dadomaran es aún más duro con la moda de los criterios “ESG” (Ambiental, Social y Gobernanza). Para el experto indio en valuación de empresas, en el futuro solo habrá lugar para dos tipos de personas en “el espacio ESG”. De un lado quedarán los idiotas útiles y bienintencionados, que creen estar trabajando en la promoción del bien. Del otro los “truhanes” irresponsables que saben muy bien lo que están haciendo y ven en esto una oportunidad más de acumular riquezas.
El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Ningún jerarca de nuestro país estaría dispuesto a firmar explícitamente un acuerdo que sustituyera la carne por un producto sintético, ya que esto afectaría severamente nuestra forma de producción y vida. Sin embargo, los titiriteros globales nos presentan permanentemente proposiciones que, disfrazadas de loables intenciones, apuntan en esa misma dirección. Esto es lo que nos ocurrió en Glasgow, oportunidad en la que nuestro país se comprometió a reducir las emisiones de metano en un 30% para 2030, meta imposible de cumplir con las tecnologías agropecuarias actuales. No en vano esta cláusula no fue firmada ni por Australia ni por Brasil, dos países ganaderos con los cuales competimos en los mercados de exportación. ¿Alguien puede acusar a Australia de querer descolgarse del mundo moderno? Claramente el mundo desarrollado tiene sus límites y solo se sube a la moda de turno si esto le permite quedar relativamente mejor parado que el resto. Cuando a los países desarrollados el viento les juega en contra, el sentido común les vuelve rápidamente. Si tenemos dudas al respecto, basta observar cómo Alemania corre en la actualidad detrás del carbón.
Observando la realidad uruguaya, nos daría la impresión de que el BCU tiene otras cosas en las cuales dedicar tiempo y recursos antes que correr detrás de esta nueva quimera. Podría empezar por armar un equipo de trabajo para estudiar seriamente el problema del sobreendeudamiento de las familias, algo que sí podría significar un riesgo sistémico. Luego también podría revisar sus normas de protección al consumidor, procurando evitar seguir validando de facto tasas que a todas las luces son usurarias. Y en algún rato libre, podría ponerse a pensar en cómo hacer para que las tarjetas de crédito no capturen vía comisiones entre un cuarto y un tercio de las ganancias de muchas pymes.
Para De Prada, la mayoría de las personas no creen en los dogmas establecidos por convicción, sino que lo hacen por conveniencia “pastueña”. Probablemente el español tenga razón, pero sea como fuere, si al toro de la empresa nacional le seguimos clavando banderillas, inevitablemente llegará el día en que se terminará derrumbando. Sacrificar nuestro modo de producción nacional en el altar de Davos no parecería ser un cometido del BCU consagrado por la Constitución. Pero en el afán de complacer a algún poder inconfesable, parecería que algunos no se percatan que esto nos lleva al camino de la perdición.
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