Llevamos ya varios meses observando una fuerte apreciación de la moneda local, la que afecta seriamente la competitividad a varios sectores de la economía, especialmente al turismo y el comercio en zonas limítrofes. Sabíamos desde hace tiempo que una vez que terminara la pandemia las fronteras se abrirían nuevamente, y como resultado la competencia regional empezaría a hacerse más visible. Pero en lugar de haber aprovechado el tiempo tomando medidas enfocadas en las economías regionales y sectoriales, dedicamos el precioso tiempo a justificar que “esta vez era diferente” y que, por supuesto, no había atraso cambiario.
A esto se agrega que el conflicto en Ucrania aceleró, aquí y en el mundo, las presiones inflacionarias que ya se venían haciendo sentir por la pandemia. Las causas del rebrote inflacionario son múltiples. De un lado encontramos la extraordinaria emisión de dinero en las regiones del dólar y del euro –por ahora las dos divisas de referencia mundiales–, lo que lleva a los seguidores de Milton Friedman a recordar que “la inflación es en todo momento y en todas partes un fenómeno monetario”. Pero los fiscalistas apuntan la raíz del problema a los altos niveles de déficit y endeudamiento en todo el mundo, los cuales evidencian un problema de exceso de demanda. Otros apuntan a una reducción en la oferta.
Cada uno de estos enfoques tiene una herramienta o una perilla, según la manera que se lo quiera mirar. Como el BCU “maneja” la política monetaria, entonces se siente en la necesidad de hacer algo. Pero en virtud de que el dinero que controla son los escasos pesos en circulación, subir la tasa de interés tiene un efecto limitado en las decisiones del sector real de la economía. Sin embargo, la suba hace que vender dólares y colocar en pesos sea una operación atractiva para los especuladores financieros. Inmediatamente los bancos colocan a Uruguay en la pantalla de radar, promoviendo el ingreso de capitales golondrinas y provocando una caída del dólar como la que venimos observando desde que el BCU comenzó a subir las tasas. No se necesita ser muy sofisticado para darse cuenta que esta no puede ser una solución de largo plazo al problema, ya que la baja en la inflación por el efecto de los productos importados es a costo de un oneroso déficit parafiscal.
Probablemente la raíz del problema de nuestra inflación sea más de naturaleza fiscal que monetaria, por lo que la solución al problema pasa por aumentar la recaudación o bajar el gasto. Subir los impuestos iría en contra del crecimiento, ya que desestimularía las inversiones y la contratación de personal, reduciendo el producto potencial, lo que no necesariamente redundaría en una reducción de la inflación. Más apropiado sería revisar las múltiples exenciones a las inversiones, asegurándose de que las mismas se focalizan realmente en aumentar el potencial productivo de la economía. En cambio, bajar el gasto público sería más recomendable, aunque esta es sin dudas una medida que deberá esperar hasta que se disipe la incertidumbre. Mientras tanto, estamos pendientes de las calificadoras de crédito, el “ancla” más visible de la política.
Finalmente, se encuentra la política de ingresos. El gobierno se decidió, a nuestro entender atinadamente, a mover esta perilla, anunciando un aumento de salarios y jubilaciones ante la repentina pérdida de poder adquisitivo que llevó intranquilidad a la población. Pero también es verdad que la combinación de políticas monetaria, fiscal y de ingresos arriesga con volverse inconsistente.
Frente a ello el equipo económico se enfrenta al menos a dos posibilidades. Una de ellas es seguir en la ruta trazada por el astoribergarismo, que de a poco nos introduce en el mundo de los “platitos chinos”. Esto implica tocar secuencialmente todas las perillas, según por donde venga la presión política. Hoy protestan los exportadores, dejamos subir el dólar y la inflación se dispara un poco. Mañana se acercan los consejos de salarios y hay que hacer bajar la inflación, entonces hacemos bajar el dólar… Pero como nada es gratis, la cuenta la paga el BCU asumiendo la posición contraria de los especuladores, enjugando el déficit fiscal y la deuda externa, lo único que crece sostenidamente en este país. Y así el ciclo se repite… edulcorado convenientemente con infaltables conceptos como “desdolarización”, “sostenibilidad de la deuda” o “tipo de cambio real de fundamentos en equilibrio” y otros sofismas destinados a mesmerizar a las calificadoras de crédito.
La otra alternativa, la que haría al resto de las políticas más consistentes, sería que el Estado enfocara sus energías en concretar las tan necesarias obras de infraestructura y vivienda. Esto ofrecería en el corto plazo un estímulo a la demanda agregada que logre estabilizar el empleo y los ingresos de la población. Al mismo tiempo, permitiría expandir la oferta potencial de la economía y mejorar la eficiencia en rubros clave como el transporte y la energía, factores de productividad importantísimos para nuestra dinámica agroindustria, que reaccionaría rápidamente al estímulo multiplicando inversiones del sector privado. Tengamos presente que las lluvias salvaron a tiempo el cultivo de soja, lo que nos obliga a pensar en la importancia de concebir e implementar proyectos de riego que permitan hacer más predecible a la producción. Seguro que bien explicado, Fitch entendería el argumento, ya que mejoraría la performance de la economía en términos de riesgo y retorno.
El economista Olivier Blanchard explica muy bien este concepto en su último libro, titulado “Política fiscal bajo condiciones de tasas de interés bajas”. En efecto, países como Uruguay, que acceden a financiamiento en dólares a tasas reales negativas, deberían aprovechar la coyuntura para financiar obras de infraestructura que coloquen a la economía en una trayectoria de crecimiento más elevada. No va a existir una segunda oportunidad para hacerlo, y menos cuando los países desarrollados hayan logrado salir del atolladero actual. ¿Será que las exenciones fiscales a grandes superficies tienen mayor rentabilidad social que financiar obras de vivienda para los segmentos más frágiles de la sociedad? Lo dudamos, y somos de la idea que la ciudadanía debería acceder a información acerca de la rentabilidad social de cada proyecto en que el Estado invierte, directa o indirectamente a través de exenciones fiscales.
No dudamos que nuestra Unidad de Deuda se encuentra en inmejorables condiciones de convencer a compradores de bonos y calificadoras que ese aumento de deuda marginal, lejos de poner en riesgo la sostenibilidad de la deuda, la haría de hecho aún más sólida. Después de todo podríamos nosotros también hacer un poco de “carry-trade”. ¿O no nos damos cuenta que el activo preferido de todos los inversores extranjeros es el campo? ¿Y que nos pagan con dólares que rinden entre 6% y 8% negativo en términos reales?
Claro que, para llegar a esto, será necesario primero destrabar esa maraña centralizadora en que ha caído la administración pública y que ha convertido a ministerios, entes autónomos e intendencias en virtuales agencias de pedidos ante una OPP cada vez más asemejada a una creación orwelliana. Cualquier plan económico para los tiempos actuales pasa por reconocer primero que hay que hacer algo diferente si queremos obtener resultados diferentes.
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