En la Antigua Roma, cada año, dos cónsules eran elegidos de entre los miembros del Senado para gobernar y ejecutar sus órdenes. En tiempos difíciles –de crisis o guerra–, el Senado podía elegir como gobernante extraordinario a un “dictador” o “magister populi” cuyo mandato duraba habitualmente seis meses. Estos dictadores concentraban todo el poder militar, político y judicial durante su mandato. Un caso excepcional fue el de Cayo Julio César, quien fue nombrado dictador “perpetua causa”, es decir, de por vida.
Otro famoso dictador de Roma fue Lucio Quincio Cincinato. Provenía de una familia patricia rica y era un hombre íntegro, recto, honesto a carta cabal, además de un gran estratega militar. Cincinato estaba casi retirado de la vida política cuando su hijo Ceso –malcriado, soberbio y patotero– fue justamente juzgado por un crimen, del que salió libre bajo fianza. ¿Quién pagó la fianza? Cincinato. El pago de esta fianza lo llevó a la ruina: perdió todos sus bienes y terminó viviendo en una modesta choza cerca del Tiber.
Tiempo después, un inmenso ejército euco se acercó a las murallas de Roma. Dos ejércitos romanos salieron a defender la ciudad, cada uno al mando de un cónsul. Uno de ellos fortificó su campamento y atacó durante varias noches sucesivas al enemigo. El otro acampó, pero se limitó a esperar. Cuando quiso acordar, fue sitiado por los eucos. Unos pocos jinetes lograron escapar del campamento y avisaron a Roma de la situación. Los senadores romanos se reunieron y nombraron dictador a Cincinato.
Una delegación del Senado fue a buscarlo a su modesta finca, donde vivía con su mujer. Lo encontraron trabajando la tierra. Cincinato pidió la toga a su esposa y se fue a Roma, escoltado por los lictores. El pueblo temía que Cincinato, al concentrar todo el poder en sus manos, se vengaría de los que, por una u otra razón, le habían arruinado la vida.
Cincinato, al parecer, tenía otras urgencias. Formó un ejército con todos los romanos en condiciones de pelear y marchó hacia el lugar donde estaba el campamento sitiado. Rodeó a los sitiadores desde una distancia prudencial, esperó a la noche y cuando todo estaba en silencio, sus hombres se acercaron al campamento enemigo y lo sitiaron. Cuando empezó la batalla, los romanos sitiados por los eucos se dieron cuenta de que la ayuda había llegado y salieron a combatir, mientras Cincinato, por la retaguardia, empezó a cerrar el círculo sobre el enemigo, que quedó encerrado entre dos ejércitos.
Cincinato volvió a Roma como vencedor. Hizo su entrada triunfal en la ciudad con los líderes enemigos encadenados delante, el botín de guerra en el centro y los soldados detrás. Pocos días después, Cincinato renunció a su magistratura y regresó a su choza. Guardó su toga y volvió a arar la tierra.
¿Por qué traer a la memoria la figura de Cincinato? Porque en un mundo donde la corrupción, la ambición y el individualismo son moneda corriente, conviene recordar el ejemplo de un hombre que, habiendo sido rico durante buena parte de su vida, lo perdió todo; y habiendo podido recuperarlo todo –por tener todo el poder en sus manos–, decidió limitarse a hacer lo que debía hacer: defender a su pueblo, servir a su Patria. Una vez resuelto el problema, dejó el poder en otras manos y volvió a su vida cotidiana. Una vida de trabajo, esforzada, sencilla, humilde…
Quizá a los “vivos de siempre” esta conducta les parezca digna de risa. Sin embargo, Cincinato, al hacer lo que era mejor para su Patria, a la vez hizo lo que era mejor para él mismo. Y es que el mayor bien del hombre no está en la excesiva acumulación de dinero, de poder o de privilegios, sino en la satisfacción del deber cumplido; está en vivir con dignidad, con tranquilidad de conciencia: con paz en el alma.
¡Cuánto bien podríamos hacer los hombres de hoy si usáramos el mucho o poco poder que se nos concede para hacer lo que debemos hacer, y así contribuir al bien común! ¡Cuánto bien podríamos hacernos a nosotros mismos, si procuráramos servir a la Patria sin calcular costos ni sacrificios!
Mirar al pasado nos permite encontrar estos ejemplos de conducta que nos ayudan a avanzar hacia el futuro. Y a obrar de manera que, al llegar al final del camino de la vida, aquel que nos espera, nos diga: “Está bien, servidor bueno y fiel, ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu Señor” (Mt. 25, 23).
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