Todo indica que estamos llegando al final de la pandemia. Si bien existen actividades que todavía están sujetas a restricciones, la mayoría de los sectores de la economía operan ya con normalidad. Por otra parte, comenzamos a visualizar con mayor claridad la realidad económica pospandemia, una realidad que se parece en muchos aspectos a la que reinaba el 1 de marzo de 2020, al momento de asumir el actual gobierno.
A esto se agrega que el muy limitado estímulo fiscal –aunado a la contracción monetaria aplicada por el BCU– enlentece la recuperación económica de nuestro país, al menos cuando se la compara con el resto de la región. Debemos también tener en cuenta que la pandemia nos trajo dos shocks positivos. El primero tiene que ver con la suba en el precio de los commodities, que permitió redinamizar una actividad agropecuaria que venía duramente golpeada luego de años de atraso cambiario. El segundo es el cierre de fronteras que provocó una sustancial mejora de las ventas en los comercios del litoral con Argentina, logrando aislarlos por un tiempo del impacto de la fuerte devaluación del peso argentino. Es probable que el precio de los commodities pueda mantenerse en niveles similares a los actuales, sobre todo teniendo en cuenta las presiones inflacionarias que afectan al mundo desarrollado. Pero todo apunta a que en menos de un mes abriremos las fronteras y el segundo efecto pasará a ser un factor negativo de la noche a la mañana, amenazando a un gran número de pymes y empleos.
Si tuviéramos una situación fiscal y cambiaria más holgada, podríamos tomarnos algo más de tiempo para observar el devenir de los hechos y contemplar cómo es que el mercado resuelve la situación. Pero con niveles de desocupación cercanos al 10% y que se van convirtiendo en permanentes, resulta necesario generar un shock de empleo. Claramente estamos en un punto en que no podemos seguir haciendo más de lo mismo. Uruguay no puede conformarse con las magras tasas de crecimiento actuales que nos condenan a no poder hacer frente en un futuro a nuestras obligaciones, ni con acreedores, ni con jubilados. El astorismo-bergarismo pensó haber descubierto la fórmula del agua tibia con sus políticas de constante aumento del gasto público y exoneraciones fiscales a grandes empresas. Pero no hizo más que colocar al país en esa trampa de desenlace inexorable tan bien descrita por Dornbusch y Edwards en “La macroeconomía del populismo en América Latina”.
La solución al problema del crecimiento pasa por mejorar la productividad de la mano de obra uruguaya. En una época esto se resolvía con políticas de industrialización, dirección a la que apuntaron Uruguay, Brasil y Argentina. En aquella época industrias como la textil y la automotriz eran mucho más intensivas en mano de obra que en la actualidad, y permitían distribuir mejor los beneficios del aumento de la productividad. El “derrame” era una realidad visible, y no una entelequia conveniente como en la actualidad. Más aún, los industriales todavía pensaban en sus trabajadores como una extensión de sus familias y no como un elemento más en la tabla de Mendeleiev.
Pero como explica muy bien el economista Dani Rodrik, la estructura económica moderna ha reducido el potencial de las industrias para absorber trabajadores poco calificados, en la medida que la participación de la mano de obra en el valor agregado ha disminuido. Rodrik explica que las fábricas que se instalan en los países en desarrollo tienden a estar integradas a cadenas globales de valor que agregan capital y mano de obra calificada, y que se integran poco con las economías locales, funcionando más como enclaves que como parte de una economía local integrada. Esto sin dudas permite aumentar las exportaciones y mejorar los ingresos de algunos sectores selectos de la economía, pero no desparraman lo suficiente como para beneficiar a los trabajadores menos preparados.
En función de lo anterior, no es posible concebir una estrategia de crecimiento sin que ello pase por una mejora en la productividad de la mano de obra existente. Lamentablemente no alcanzará con mejorar la productividad de la actividad agrícola, ya que los jóvenes seguirán emigrando hacia las ciudades. Y lejos de encontrar fábricas, lo que encontrarán es una multiplicidad de micro y pequeñas empresas de baja productividad, con limitada capacidad de crecer. No precisamente el “ecosistema” para que se autogeneren unicornios… Para ser efectivas, argumenta Rodrik, las políticas de crecimiento deberán centrarse en este tipo de empresas, ayudándolas con la tecnología, sus planes de negocios y alivianándoles la carga regulatoria y fiscal.
Esto que plantea el destacado economista tampoco es una novedad. Con su exitosa “Reforma Hartz” (2003), el canciller alemán Gerhard Schroder (SPD) apuntó a resolver el grave problema que afectaba a su país creando las condiciones para la generación de empleos en el segmento de bajos salarios. En menos de diez años logró bajar el desempleo del 13,4% a menos del 6%, explicando gran parte de la dinámica actual de la economía germana. En líneas similares, Francia viene aplicando desde 2016 su programa “Cero desempleo de larga duración (TZCLD)”, que consiste en volcar las varias prestaciones del asistencialismo hacia la creación de puestos de trabajo a personas que de otra manera serían acreedoras de estas prestaciones. En pocas palabras, el Estado procura subsidiar el trabajo y no el desempleo permanente.
Si en realidad queremos resolver el problema del desempleo, debemos cambiar algo de lo que estamos haciendo actualmente. De lo contrario seguiremos transitando la misma ruta, que no por conocida es menos peligrosa.
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