Desde hace dos períodos de gobierno, Uruguay se encuentra carente de ideas en lo que refiere a la actualización de su política exterior. El segundo gobierno de Tabaré Vázquez, que tuvo a Nin Novoa como canciller, significó una parálisis total de nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores. Por su parte, la administración que preside Luis Lacalle Pou tampoco ha podido torcer el rumbo de lo que se venía haciendo. De hecho, Ernesto Talvi y su prédica contra la “diplomacia de cóctel” no pasó de la mera retórica, y Bustillo parecía más inmerso en los problemas domésticos que le ocasionó la entrega del pasaporte a Sebastián Marset que en desarrollar una política exterior brillante.
Esta parálisis que venía desde el último gobierno del Frente Amplio llevó a esta administración a pensar que la nueva estrategia de Cancillería debía propiciar la apertura unilateral de Uruguay al mundo –o sea por fuera del Mercosur–, planteándose básicamente dos objetivos: China y la Unión Europea. Y aquí parece haber estado el principal problema.
Desde la campaña electoral, Luis Lacalle Pou había manifestado cierto escepticismo hacia el Mercosur como bloque. Las razones que esgrimía no eran ajenas a lo que pensaba una porción considerable del ala más liberal de nuestra inteligencia nacional. Se expresó, en primer lugar, que al bloque, aunque llevaba ya funcionando varias décadas, todavía le faltaba mucho camino por recorrer en lo que refiere a hacer efectiva una verdadera integración económica. Y, en segundo lugar, se señaló que el Mercosur, al no tener una estrategia común de inserción internacional, coartaba de alguna manera la libertad de Uruguay para asociarse con quien considerara más conveniente para sus intereses.
Entonces, la pregunta que surgía era: ¿es factible que Uruguay tenga el peso suficiente para negociar en la mesa grande sin que sus intereses sean avasallados por las potencias de turno? En un mundo en el que las turbulencias internacionales configuran la nueva dinámica a la que hay que acostumbrarse, fue evidente cómo la velocidad de los cambios sucedidos en estos cuatro años dejó en offside –más de una vez– a nuestra lenta Cancillería.
Pero quizás la mayor falta de acierto del Ministerio de Relaciones Exteriores durante este período estuvo en el foco: mirar únicamente hacia China y Europa, sin comprender acaso las dinámicas que están fluctuando en el mundo desde hace un tiempo. Y, en otro sentido, Uruguay interpretó dentro del Mercosur el papel de socio incómodo y crítico, olvidando la larga tradición diplomática de Uruguay. Porque el verdadero peso de nuestro país en la región –si es que lo tiene– no es económico, sino histórico y cultural, y en esa línea debería haber sido una prioridad mejorar el Mercosur y no atacarlo. Sobre todo, teniendo en cuenta lo pronósticos que se hacen para América Latina.
El economista jefe del Banco Mundial, William Maloney, había expresado en octubre del año pasado en una entrevista para Bloomberg: “Latinoamérica tiene una serie de retos estructurales que limitan su crecimiento y la alejan de la tendencia de las demás regiones, por lo que el mediocre desempeño que tuvo el año pasado no debería considerarse como algo pasajero sino como un problema de largo plazo”. De hecho, se estima que América Latina y el Caribe crecerán en 2024 alrededor del 1,6 por ciento. Las causas de esta tendencia a la baja están ligadas a la desaceleración de China y Estados Unidos, que limitarán sus compras en la región.
De hecho, China, que fue el motor de la economía mundial durante décadas, muestra signos de decaimiento, aunque sigue creciendo a tasas superiores a la de Estados Unidos y Europa. Pero debe afrontar algunos desafíos, como la deflación que ha contraído la inversión y provocado la endeble situación actual en la que quedó el sector inmobiliario chino. A esto hay que sumarle la baja natalidad y, sobre todo, la necesidad de estimular el empleo para atacar el descenso del consumo interno. En definitiva, le está pasando lo mismo que les sucedió a las potencias occidentales en el siglo XX. Y por eso seguir fijando nuestras expectativas en China para seguir creciendo parece ya algo desfasado.
Según Juan Luis López Aranguren, profesor de Relaciones Internacionales y Derecho internacional público e investigador, en un artículo publicado por la revista Global Affairs Journal, de enero 2021, la relevancia de India como motor del crecimiento global no debería menospreciarse, y en esa línea es evidente que el eje Indo-Pacífico está cobrando otra importancia dentro del orden económico global.
En febrero de este año, la ministra de Finanzas y Asuntos Corporativos de la India, Nirmala Sitharaman, indicó que se proyecta un crecimiento del 7,3 por ciento para este año. El crecimiento del PIB de la India viene impulsado principalmente por la tasa de crecimiento de dos dígitos del sector de la construcción (10,7 por ciento), seguido de tasa de crecimiento en el sector manufacturero, que se situó en un 8,5 por ciento, según los datos del gobierno indio. Y de hecho se posicionó desde 2022 como la quinta mayor economía del mundo, según las proyecciones del Fondo Monetario Internacional, desplazando a Reino Unido, solo por detrás de Estados Unidos, China, Japón, y Alemania.
Entonces, parece evidente que en un mundo en el que el peso relativo de Europa en el orden global es cada vez menor económica y militarmente –basta ver lo que sucede en el mar Rojo–, en el que Estados Unidos tiene proyecciones de crecimiento bajísimas y China parece haber llegado a su tope, la importancia de India como motor de la economía global debería haber fijado otras prioridades en nuestra Cancillería.
Sin embargo, la inestabilidad de la cartera durante estos cuatro años y la idea fija de querer firmar un Tratado de Libre Comercio con China y la Unión Europea terminaron por desestimar otras opciones que probablemente hubieran terminado por dar más réditos a largo plazo. Pero, además, la estrategia de posicionarse incómodamente en el Mercosur, sobre todo teniendo en cuenta que al momento de hoy nuestro principal socio comercial es Brasil, no tuvo los resultados deseados. O sea, no firmamos un TLC unilateralmente con ningún Estado.
En definitiva, es evidente que nuestra Cancillería desde la época de Nin Novoa se ha manejado de una forma demasiado rígida para las dinámicas del mundo contemporáneo. Y aunque el Ejecutivo actual tuvo buenas intenciones en el diseño de su estrategia, no supo poner en la escena a los intérpretes adecuados para llevar adelante la obra. A fin de cuentas, no hay que olvidar lo que expresó el contador Enrique Iglesias -un referente ineludible de nuestra política exterior- en el evento conmemorativo por los 35 años de relaciones entre Uruguay y China en la Cámara de Comercio: “Soy muy partidario del Mercosur. Sé muy bien las críticas y los problemas que rodean la ineficiencia, pero creo que ese mundo que vendrá y en esta América Latina, actuar juntos favorece la capacidad de negociación y la capacidad de aportes positivos al diálogo internacional”, dando a entender que Uruguay no debería jugar al solitario en la vertiginosa escena global.
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