Hace ya poco más de diez años, los economistas C. Reinhart y K. Rogoff escribieron un libro que recoge su larga experiencia estudiando crisis de deuda soberana. Titulado “Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad financiera”, el libro alerta sobre la tendencia de los tomadores de decisiones a pensar –o creer- que las crisis son cosas que ocurrieron a otros en el pasado y en otras circunstancias. A menudo esto lleva a confiar demasiado en la capacidad de una economía de crecer a un ritmo tal que haga sostenible un nivel de deuda que en realidad no es posible. Este “síndrome” estuvo claramente presente en los años previos a la crisis de deuda de los 80, según expresan los autores:
“Los precios de las materias primas están altos, las tasas de interés están bajas, el dinero proveniente del petróleo se está “reciclando”, existen técnicos preparados en el gobierno, el dinero se está utilizando para inversiones rentables en infraestructura. Como son los bancos quienes toman las decisiones de préstamos, tendrán incentivos para recabar información y monitorear el desempeño de los países para asegurar que el dinero sea bien invertido y los préstamos devueltos. A fines de los años 70, la mayoría de los gobiernos y los economistas occidentales eran muy favorables a los préstamos que sus bancos otorgaban a los países en desarrollo. Pero como tantos procesos de acumulación de deuda anteriores, éste terminó en un llanto”.
No es necesario ahondar en lo que ocurrió, ya que la mayoría de los uruguayos sufrió de una forma u otra la crisis de 1982. Veinte años después, la crisis del 2002 tuvo varias similitudes con la anterior, con su trifecta de devaluación, reestructura de deuda y crisis bancaria.
El 1 de marzo, prepandemia, el gobierno actual se encontró con una economía estancada y anquilosada que exhibía un anémico crecimiento cada vez más dependiente de una continua expansión del gasto y un artificial crecimiento en los servicios de telefonía. A pesar de declarar lo contrario, todas las medidas de política económica del anterior gobierno apuntaron a la expansión del gasto interno, en detrimento de la competitividad de las exportaciones, lo que dejó seriamente dañadas a las empresas productivas, especialmente las generadoras de divisas.
De esta manera la camarilla astorista logró aplicar -casi a la perfección- la trampa clientelística tan bien descrita por el profesor Dornbusch en su trabajo “La macroeconomía del populismo en América Latina”. Por supuesto que omitieron explicarle a la ciudadanía el inevitable desenlace de esta irresponsable política.
Es así que, la gestión económica de los últimos 15 años dejó un Estado grande e ineficiente, el más elevado déficit fiscal del que se tiene memoria, un atraso cambiario que no se observaba en dos décadas, y niveles de deuda peores a los existentes ya entrado el 2002, en los meses previos a la devaluación y la crisis bancaria.
La llegada de la pandemia agregó a los problemas anteriores una abrupta caída de las exportaciones y la demanda interna. Es evidente que nadie preveía la llegada del covid-19. Pero tampoco nadie previó la crisis entre Estados Unidos e Irán en 1979, ni tampoco la Guerra de las Malvinas en 1982. Siempre existe un disparador nuevo para las crisis, pero lo que no cambia son las condiciones iniciales, normalmente asociadas a un Estado debilitado fiscalmente y sobrecargado de deuda.
Resulta cada vez más nítido que si no se aplican correctivos, el desenlace inevitable será una reestructura. Los analistas económicos ya vienen alertando desde hace años que son necesarias correcciones para que la deuda sea “sostenible”, lo que en buen castellano quiere decir que si no cambiamos algo, vamos directo al abismo.
La ortodoxia recomienda para estos casos corregir la conducta del deudor, en este caso el Estado, reduciendo su nivel de gasto, con la esperanza que las agencias calificadoras y el “mercado” premien la actitud “responsable” manteniendo abiertos los mercados de bonos. Pero como bien explica Stiglitz, esto rara vez funciona. En primer lugar, porque el ajuste fiscal genera presiones contractivas que hacen a la deuda aún más insostenible. Y en segundo lugar, porque los mercados no premian a nadie. Basta recordar la experiencia de los sucesivos ajustes fiscales que la opinión experta le impuso al gobierno del Dr. Batlle.
Intentar resolver los problemas de exceso de deuda con más deuda solo agrava las cosas, y hace que la inevitable reestructuración termine siendo aún más costosa para todas las partes. Mientras tanto, este “overhang” de deuda hace que el sector privado sea más cauto al momento de decidir inversiones, lo que aleja las posibilidades de un crecimiento que diluya el peso de la deuda.
Con los niveles actuales de déficit y deuda pública, y para volver la deuda sostenible, Uruguay debería producir tasas de crecimiento improbables en el mundo actual. Al gobierno no le queda otra opción que navegar mares turbulentos con una embarcación sobrecargada e inestable y, para peor, con miembros de la tripulación anterior todavía en posiciones demasiado relevantes para llevar adelante esta difícil empresa.
Tiene razón el senador Mario Bergara cuando dice que ajustar las cuentas del Estado producirá tendencias recesivas. De hecho, cualquier estudiante de primer año de ciencias económicas repetiría lo mismo. El problema es que las políticas de su equipo económico dejaron a las actuales autoridades casi sin margen de acción. ¿O será que el Frente Amplio propone nuevamente la alternativa de la reestructura de deuda? ¿Habrá llegado el momento de la autocrítica y aceptarán finalmente el pobre Estado en que dejaron al país?
Habría que preguntarle al Dr. Bergara si tiene alguna otra alternativa que los simples mortales no conocemos aún. O si quizás se trata de un problema que se resuelve simplemente manipulando los “platitos chinos” mientras la ciudadanía se encuentra distraída con las habituales emisiones de humo progresistas.
Lo que sí es cierto es que los capitanes de agua dulce quedaron, por suerte, en tierra, limitados a planificar escenarios de navegación lacustre. El gobierno, y naturalmente la gestión económica, está a cargo de un timonel firme que cuenta con la asistencia de almirantes que han visto más de una batalla.
La clave para salir de esta difícil situación es que los agentes recuperen la confianza, algo que el gobierno viene logrando con trabajo, dedicación y transparencia. Acá no son suficientes los clichés futbolísticos como aquello de “el camino es la recompensa” o dichos similares con los que nos anestesiaron por años. Acá no existe otra alternativa que llevar esta economía y esta sociedad a buen puerto.
En juego está el bienestar de la ciudadanía, y sobre todo de aquellas familias que la están pasando mal. Ya no hay más capacidad de maniobra. Aquellos que obstaculicen o impidan las reformas necesarias estarán irresponsablemente poniendo en juego no solo nuestro futuro, sino también el de las generaciones que nos siguen. El camino de la reivindicación de la patria pasa por salir de esta grave crisis, que tiene una raíz política más profunda aún que la realidad económica heredada. Ningún político, ningún ciudadano que realmente quiera a su patria, podrá escapar a la tremenda responsabilidad de unir nuevamente al país, el único camino genuino de prosperidad y futuro para los uruguayos.
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