Durante la campaña presidencial de 1980, Ronald Reagan fue un gran promotor del “supply-side economics”, una respuesta posible a la estanflación que su país enfrentaba desde el gobierno de Gerald Ford. Las medidas de oferta recomendaban rebajas generalizadas de impuestos, reducción del gasto público, desregulación de los mercados de productos y servicios, y una contracción monetaria para atacar la inflación.
Todo sonaba muy bien, pero partía del supuesto que las rebajas impositivas desparramarían al resto de la economía, estimulando el crecimiento económico, por lo que al final del día las empresas terminarían pagando aún más impuestos que antes. Durante las primarias del Partido Republicano, George G. Bush asestó al programa de Reagan el mote de “economía vudú”, argumentando que no alcanzarían para restablecer la dinámica de crecimiento, pero sí resultarían en un importante incremento en la deuda pública. Reagan terminó ganando las primarias y aplicando las políticas que había prometido. Los impuestos se bajaron de un plumazo, pero lejos de bajar, el gasto público subió para financiar el rearme de Estados Unidos. El resultado fue un crecimiento explosivo en la deuda pública, tal como lo había advertido Bush, quien para ese momento se había convertido en vicepresidente.
Este conjunto de políticas propinó el primer gran golpe a esa clase media que se había formado a partir del New Deal de Franklin D. Roosevelt y cuyo legado logró conservarse incluso durante las presidencias republicanas de Eisenhower y Nixon. A partir de allí comenzaría a decrecer el poder de negociación de los trabajadores, lo que resultaría en un progresivo aumento en la desigualdad de ingresos, una acelerada desindustrialización y un creciente déficit de cuenta corriente.
Hoy nuestro país enfrenta una discusión similar con la promesa de una baja en los impuestos. Si bien las políticas aplicadas en la década y media de astoribergarismo fueron de naturaleza diferente al “reaganomics”, los resultados fueron parecidos. En efecto, la combinación entre una explosión del gasto público, un festival de atraso cambiario y precios récord de exportación disparó un efecto de ingreso que, mientras duró, colocó a la economía en una nueva trayectoria de crecimiento más alta. Eventualmente los precios internacionales cayeron, los niveles de deuda alcanzaron niveles insostenibles y el crecimiento se desplomó. Ya para el tercer gobierno del Frente Amplio, el único motor que quedaba disponible era el atraso cambiario, y así quedó el aparato productivo.
Uno podría esperar que al menos estas medidas hubieran favorecido a la clase media. Pero no fue así. Lejos de ser un impuesto a la renta, el IRPF se convirtió en un impuesto a los ingresos medios. Por otro lado, el atraso cambiario y las altas tarifas públicas afectaban severamente la competitividad de la economía, lo que deprimió la inversión privada. Esto fue conduciendo a un “relajamiento” gradual en la aplicación de los incentivos de la COMAP, degradándolo a su estado actual de vergel de prebendas capturadas por grandes superficies, shoppings y zonas francas, a lo que ahora se agregan las financieras.
En la medida que estos beneficios fiscales terminan capturados por las grandes empresas, la COMAP se ha convertido de facto en un instrumento más de concentración empresarial. Es verdad que una parte de estos beneficios “derrama” hacia los trabajadores de las empresas más grandes, ya que sus sindicatos también disponen de mayor poder de negociación. Esto deja gran parte del tejido empresarial completamente desguarnecido y enfrentando una competencia cada vez más desleal. El problema de las pymes y de la gran mayoría de los trabajadores no beneficiados por este proceso de concentración se ve reflejado con claridad en estadísticas que indican una gradual desaparición de la clase media.
Por un tiempo esto se puede ocultar con la morfina del atraso cambiario, el endeudamiento, la importación de productos y el consumo. Pero como explica muy bien el economista chileno Sebastián Edwards en su trabajo “La macroeconomía del populismo”, eventualmente la economía pega contra la pared. En efecto, luego de aplicar durante tres años una política de austeridad que dañó de sobremanera a las pymes, la conducción económica actual decidió prestar mayor atención a los tiempos políticos para rebajar el IRPF y el IASS. Se trata de una buena medida, una que intenta compensar parcialmente a esa tan golpeada clase media. Algunos, haciendo gala de su habitual demagogia, la critican argumentando que se deberían haber priorizado franjas de ingresos más bajos. Son los mismos que hablan todos los días de los privilegios a los “malla oro”, como si UPM y ese sector financiero tan favorecido por sus políticas representaran a los sectores “urgenciados” de la sociedad. Afortunadamente, son cada vez menos creíbles.
Pero la medida también ha sido criticada por no pocos economistas por implicar un aumento permanente del déficit fiscal, lo que iría en sentido contrario de lo que fue ostensiblemente la prioridad de Colonia y Paraguay hasta ahora: cuidar el grado inversor.
La solución a este dilema se encuentra al alcance de las autoridades económicas. Se trata de rever los subsidios que la COMAP otorga a inversiones que poco tienen que ver con el bienestar de la Nación, que resultan cada vez más onerosas y cuyos efectos en ampliar la capacidad instalada industrial brillan por su ausencia. Concretamente, el Índice de Stock de Capital Fijo de Maquinaria y Equipos compilado por la Cámara de Industrias se encuentra estancado en los mismos niveles de hace una década. ¿Cuáles son entonces las inversiones promovidas por la COMAP?
Poco importa si la ministra de Economía autorizó una exención a una empresa en la que trabaja su esposo, cuando esta empresa forma parte de la cadena de valor de ese complejo agroindustrial que es el fundamento de la riqueza nacional. Pero sí es relevante cuando firma exenciones de millones de dólares a una empresa financiera de créditos al consumo para que importe muebles y computadores. Esto sí que no se logra entender.
A veces daría la impresión que como en el Gattopardo, todo cambió para que nada cambie. Si no dedicamos los precisos recursos fiscales a generar empleos para esa gran masa de trabajadores subempleada, no vamos a lograr colocar a nuestro país en una genuina senda de crecimiento. Lo podemos disfrazar por algún tiempo con atraso cambiario, pero tarde o temprano la energía potencial se transforma en energía cinética. Ese es el momento en que salen de la cancha los Bensión y entran los Atchugarry. Mientras tanto, el pato lo seguirán pagando las pymes y los trabajadores no especializados. Una bomba de tiempo socioeconómica.
TE PUEDE INTERESAR