La nación irlandesa ha quedado marcada hasta el día de hoy por la Gran Hambruna sufrida entre 1845 y 1850, en pleno auge de la era Victoriana. Irlanda era todavía una colonia inglesa cuando el cultivo de la papa, su principal fuente de alimento, se vio severamente afectado por una enfermedad que arruinó sucesivas cosechas. Pero si el factor desencadenante de la crisis fue de naturaleza biológica, la acción gubernamental dirigida desde Londres solo consiguió agravar la situación. El episodio terminó causando la muerte, por inanición o tifus, de un millón de personas. Dos millones relativamente más afortunados lograron emigrar, la mayoría de ellos a Estados Unidos, país en el que reconstruyeron sus vidas y lo que quedó de sus familias. ¿Cuál fue el error de política?
El principal y más obvio fue la política no intervencionista del gobierno británico para resolver la crisis alimentaria. Al inicio, en 1845, el entonces primer ministro Robert Peel reaccionó exhibiendo solidaridad –y sentido común–, ordenando sigilosamente la importación de maíz desde Estados Unidos. Pero la abolición de las Leyes de Cereales (“Corn laws”) que ofrecían protección a los productores domésticos de granos, hizo caer el gobierno de Peel, quien fue reemplazado por John Russell. Con el nuevo primer ministro se instaló lo que el historiador económico Charles Kindleberger definió como “imperialismo librecambista”, estrategia destinada a detener el avance de la industrialización del continente europeo. Siguiendo las ideas que proponían los liberales Bentham, Mill y Malthus, el gobierno británico se despreocupó de abastecer Irlanda con maíz importado, mientras se continuaba con las exportaciones de alimentos a Inglaterra, a pesar de la hambruna. Algunos reconocidos pensadores incluso llegaron a alentar la idea de que la hambruna era deseable para corregir un exceso de población que atribuían a lo que para ellos era una inusual tasa de fertilidad de los irlandeses.
La Gran Hambruna irlandesa sirve como testigo de cómo una crisis cuyas consecuencias podrían haberse aliviado significativamente con políticas adecuadas y oportunas, terminó por el contrario dejando un tendal de hambre y muerte como resultado de malas políticas, desde el punto de vista que se opte por mirarlas.
El mundo se enfrenta hoy a una crisis alimentaria en ciernes, cuyos efectos por ahora se ven reflejados solamente en aumentos de precios. Si la pandemia ya había puesto en cuestión la estructura industrial que resultó de la globalización, la guerra de Ucrania podría ser el primer clavo de la tumba. La visión del mundo como un gran supermercado en el que se puede comprar, transportar, asegurar y pagar cualquier mercadería está probando en las circunstancias actuales no ser más que un espejismo. Para estupor de los que dominan las máquinas de imprimir dinero –que constituyen el pilar central de la “arquitectura financiera” actual–, ya el mundo se muestra descreído de que al mago le queden muchos más conejos en la galera.
Basta ver lo que viene ocurriendo con la telenovela de las ventas de gas natural de Rusia a Alemania. Sin entrar en consideraciones de cómo es que el principal producto de exportación ruso no entra “mágicamente” dentro de un paquete de sanciones que se expande todos los días, lo curioso es que la respuesta de Rusia pase por desafiar ese statu quo que se mantiene inalterado desde Bretton Woods a esta parte, y que prevé que las materias primas se transen en dólares americanos. Exigiendo cobrar en su propia moneda, el rublo, los rusos intentan hacer valer el peso del producto por encima de la fuerza del dinero.
En forma más general, las empresas ya no pueden confiar en su estrategia de comprar “just-in-time” (justo a tiempo). La incertidumbre en el acceso y la logística de insumos las obliga a mantener mayores stocks, lo que a su vez les demanda mayor financiamiento. Si a esto le agregamos el fuerte aumento que vienen experimentando los precios y la volatilidad de las materias primas, los riesgos para las empresas crecen exponencialmente, volviéndolas más dependientes del humor del sistema bancario y los mercados de capitales. Es quizás por eso que el principal ejecutivo de uno de los grandes bancos mundiales hizo ayer un llamado para expandir las sanciones a Rusia, algo que los más desprevenidos podrían confundir a primera vista con un gol en contra de los intereses del sistema financiero.
En un primer análisis parecería que Uruguay se encuentra inmunizado ante una escasez de alimentos a nivel mundial. Sin embargo, con el esquema actual no sería sorprendente que disminuya sustancialmente el cultivo de trigo, dado los altos precios actuales de los fertilizantes y el riesgo de que los precios del grano bajen para el momento de la cosecha. Esto no quiere decir que baje el área de cultivo, sino que la misma se sustituya por cultivos alternativos como la colza o la cebada, cuyos derivados no forman parte de la dieta básica de los uruguayos. Daría la impresión que el riesgo de falta de trigo para el mercado doméstico es muy bajo, pero tampoco se puede descartar. Lo que sí es más factible es que una menor oferta local genere un aumento de precios que dé nuevo impulso al aumento en el precio de los alimentos.
De la misma forma que ANCAP regula el precio de un insumo básico como los combustibles, no hay que descartar que el Estado deba intervenir en los mercados de insumos básicos importados. Esto no implica necesariamente el extremo de la fijación de precios, pero sí de la existencia de stocks reguladores que permitan mitigar los riesgos del sector productivo y así ofrecer condiciones de mayor previsibilidad a los agentes privados que deben tomar las decisiones de producción.
Lo que sí resulta evidente es que, si dejamos todo a merced de las fuerzas del mercado, deberemos aceptar pasivamente las decisiones adoptadas por el resto del mundo, lo que nos podría dejar en una posición de vulnerabilidad. Por suerte, a diferencia de la Irlanda de mediados del siglo XIX, somos un país soberano con pensamiento propio. De allí a que estemos dispuestos a ejercer nuestra soberanía alimentaria es otra cosa. Esperemos no tener que pedir permiso a los sucesores de John Stuart Mill, ese influyente operador de la Compañía Británica de las Indias Orientales.
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