La parroquia de los Sagrados Corazones de la calle Possolo está enclavada en uno de las zonas más populares de Montevideo: el barrio de Las Acacias. Barrio de gente trabajadora, muy apegada al esfuerzo y sacrificio, y que ha sufrido intensamente los avatares de la situación inestable de nuestro país. La parroquia es un templo testigo de la zona. Una iglesia pequeña que albergó fraternidades eucarísticas, muy comprometidas con las alternancias de su barrio y los sufrimientos de su gente empobrecida.
Hubo sacerdotes inolvidables en esta parroquia de la talla de Antonio Ramírez, Francisco Berdiñas y Juan Grébouval, entre otros. Y aquí, en este pequeño templo de una iglesia montevideana, están los restos de un hombre sacerdotal que fuera un fogonazo de Dios, de una ternura viril plena, de una radicalidad de amor por el más pobre, el más despojado, que cubrió toda esa área geográfica con una esperanza de construcción colectiva redentora. Ese sacerdote era el padre Cacho. Y ese pequeño nicho en la Iglesia de Possolo donde están sus restos ha sido testigo de peregrinos pobres que han ido a pedir su intersección pidiendo el consuelo a tanto sufrimiento que solo dan los santos.
El ejemplo radical del padre Cacho
El acontecimiento de Cristo solo es creíble cuando hay vidas que lo manifiestan. Es una gran experiencia de amor que acontece en un ámbito y que lo transforma naturalmente. Es el estupor del encuentro con una persona que responde a todas nuestras necesidades humanas: Jesús de Nazaret. Este vínculo se prolonga en su pueblo que es la Iglesia, nueva encarnación de Cristo en la historia, difundida y comunicada a los hombres y que tiene su rostro más enfático en los desheredados del mundo. Los pobres son el rostro más visible de Cristo (Mateo 25, 35-36).
Esto lo percibió y lo vivió el padre Cacho, asumió la realidad y la hizo cultura de la misericordia. Y es desde esta mirada de fe que queremos hacer unas pequeñas reflexiones sobre la Carta Pastoral del cardenal Sturla. Leerla, asumirla, rumiarla, desde el impacto existencial que nos produjeron algunas vidas que dejaron huellas del Señor en el camino de nuestra Iglesia diocesana. De allí el ejemplo radical del padre Cacho, que no es el único, por supuesto.
La Carta Pastoral de Mons. Sturla
Este documento pastoral es uno de los documentos más lúcidos, más valientes y más realista que la Iglesia católica uruguaya haya emitido en nuestro país. Es un escrito hecho desde el corazón de pastor, con convicciones e interrogaciones. No es una Carta Pastoral que sigue una línea intransigente de teología esencialista de carácter ahistórico. No, no es eso. Se desprende del círculo de los diagnósticos inteligentes pero infértiles en sus respuestas. Muchas veces el virus de las inercias espirituales y de la aguda reflexión solipsista puede llegar a ser una pandemia esclerosante entre algunos católicos. En algunos sectores hay un cristianismo sin Cristo. Se proclaman valores abstractos y no vínculos existenciales en una experiencia concreta con el Señor. La identidad católica se diluye en integrismos secularizantes. Como dice el papa Francisco, en una espiritualidad mundana y ajustada a las hegemonías sociales dominantes.
“¿Cuál es el quid de la cuestión? No es novedad saber que estamos inmersos en un cambio cultural de grandes proporciones que modifica la forma de pensar, de sentir, de vivir. Esto que se da en todo el mundo “occidental” llega también a nosotros. Parte de este cambio es constatar que la fe se va enfriando cada vez más en la vida de nuestra gente. Como una nueva ola glacial secularizadora que ya no vemos sólo de fuera, sino que ha ido penetrando en la misma Iglesia, es decir, en nosotros” (p. 8).
Aquí el obispo hace un diagnóstico certero. Mira la realidad, lo que sucede realmente y lo coteja en sus consecuencias con lo que sucede en la Iglesia. Pero unos renglones más atrás, él dice que “estas reflexiones no son de un teólogo sino de un sacerdote y obispo”, marcando cierta horizontalidad en su actitud y exhortando a que su escrito sea “leído con una inicial apertura, sin la cual todo diálogo es imposible”.
Si bien es cierto todo diálogo, es la virtud necesaria para un encuentro verdadero, la Iglesia no es uniforme. Es una unidad llena de diversidades. Y esas diversidades no siempre convergen; algunas se disparan hacia la discrepancia fuerte y muchas veces hostil. El cardenal llama a la apertura, a dialogar aquello que no se comparte. Al principio de la pág. 7 hay una reflexión que es una respuesta personal y un llamado a evaluar y mirar los hechos como son. “Siento que debemos responder a ese clamor y salir al encuentro de nuestra gente, especialmente de los más pobres, y predicar a tiempo y a destiempo la alegría de la fe y el don de la salvación. Esto implica una evaluación realista y sincera, una conversión de nuestro corazón y una puesta a punto de algunos elementos de nuestra marcha pastoral”.
En esta cita aparecen tres elementos: 1) Salir al encuentro de la gente, imbuirse de sus vidas y de sus aflicciones y sobre todo de los más pobres. En términos del papa Francisco, salir a “callejear”, meterse en todos los rincones humanos, entender las diferentes expresiones culturales del pueblo, comprender sus simbologías.
2) Predicar a tiempo y destiempo (como dice San Pablo) quién es la Verdad. Sentir que “la palabra de Dios no está encadenada” (2 Timoteo, 2,9) a ningún tiempo, a ninguna cultura. En la página 40, el cardenal señala la falta de un anuncio explícito de la fe (el kerigma), frente a esta “nueva ola glacial secularizadora”. Claro, esto es fruto de un catolicismo que no genera, en su conjunto, una respuesta cultural de su fe. El vínculo con Jesucristo ha dejado de ser un método de vida y conocimiento de la realidad. Como dice San Juan Pablo II: “una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente vivida.
3) El cardenal habla de evaluación y conversión. Una evaluación “realista y sincera”. Abriendo estas reflexiones al debate y al intercambio.
Una iglesia en retaguardia y a su vez con muchos testigos
En la pág. 12 del documento, en su acápite tiene un título muy elocuente y unos párrafos muy reveladores llenos de veracidad, escritos con mucho realismo y amor a la gente y a la Iglesia. El título es “La entrega en la Misión y la escasez de frutos”. Y las líneas siguientes hablan por sí mismas: “La Iglesia en el Uruguay, libre y pobre, pequeña y hermosa, da testimonio de la fe en tantas obras que manifiestan el amor de Dios. El desafío es si sigue siendo madre fecunda que engendra nuevos hijos en la fe. La disminución numérica, la ignorancia religiosa, el relativismo moral, el declive de la vida religiosa, etc., constituyen una realidad innegable. La Iglesia está llamada a ser lo que es: sacramento universal de salvación”.
En todo este nuevo escenario el cardenal pregunta: “¿Hay algo que depende de nosotros? ¿En qué cosas que dependen de nosotros estamos fallando?”.
Usa un término duro, habla de “aridez pastoral, por la escasa respuesta de la gente”. Hay mucha valentía en estas palabras del cardenal. Todo esto requiere la asunción humilde de esta situación. Este es un documento apasionante por lo que suscita, por lo que invita, a hacer un discernimiento personal y comunitario sobre nuestra experiencia de fe. Se suscita en nuestra comunidad una tendencia hacia un neopelagianismo (creer que la fe se sostiene por mera virtud personal; sin necesidad de la Gracia de Dios), un “buenismo” moral que no roza para nada el misterio de Cristo. El cardenal llama a esto una “fe a la uruguaya”, una fe antropológica. Más adelante dice, en págs. 60 y 61: “Lamento sí que una concepción muchas veces desfigurada de la verdad católica contribuya a la ineficacia de muchas de nuestras acciones apostólicas”. “Esta carta es un llamado a sacudirnos el laicismo que tenemos introyectados, que nada tiene que ver con la sana laicidad que gozamos y construimos, sino que enfría nuestra vida al servicio al Señor”.
Una pequeña reflexión final
La Carta Pastoral da para mucho en este tiempo de incertidumbres, de grandes desasosiegos existenciales, de tanta intrascendencia de pensamientos. El cardenal insiste que este es el tiempo que nos toca vivir y es el tiempo que Dios quiere para nosotros. Por lo tanto, en esta fracción de la historia es donde se da la vocación para vivir la radicalidad del cristianismo. No sólo en la macro historia, sino sobre todo en la cotidianeidad. La FE cristiana es la modalidad subversiva y sorprendente de vivir las cosas cotidianas. Nosotros verificamos que Cristo es real y está presente porque cambia lo que más se resiste a cambiar: la vida cotidiana.
En Occidente hay una profunda crisis cristológica, porque previamente hay una profunda crisis eclesiológica. Individualmente se puede honrar a Cristo. Pero eso no es creer en Cristo. Al Señor se lo encuentra en un Pueblo: la Iglesia. Un Pueblo disperso en variadas culturas, inmerso en ellas, pero no diluido en ellas. El Señor tiene un método: se hace presente, contemporáneo, a través de una realidad humana, integralmente humana: la realidad de la Iglesia. La crisis de la predicación depende en gran medida en que las respuestas cristianas no olviden las interrogantes que vive el hombre de hoy. El cristianismo no nació para fundar una religión, nació como pasión desmedida por el hombre, por sus circunstancias de vida. Este es un tiempo precioso para la vida de fe. Una fe que esté a la altura de la naturaleza del hombre, racional y profundamente libre.
La Iglesia tiene multiplicidad de carismas, es decir, variados énfasis de respuestas ante los desafíos de la historia. Cada carisma es una parte de la Iglesia que converge con otros carismas hacia un todo que es el Pueblo de Dios. Si cada parte se atribuye ser el todo, la Iglesia se esteriliza en fracciones inoperantes. Este tiempo de inmovilismos en la fe católica es necesario recuperar para el bien del TODO, aquellos énfasis particulares que fueron marginados u olvidados. Siguen ausentes en la Iglesia uruguaya estudios y reflexiones de determinadas teologías que tanto han incidido en regiones vecinas, incluso han sido influyentes en el pensamiento del papa Francisco.
Por último, queremos agradecer las palabras de nuestro obispo, magisterio de la Iglesia de Montevideo. Palabras de pastor, realistas y fraternas. Este es un documento eclesial que abre puertas a nuestro presente, es un documento a la esperanza.
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