Por muchas razones, diciembre de 2022 es un mes que quedará para la historia. Una, es el triunfo de Argentina en el Mundial de Catar 2022 y la consagración de Lionel Messi como el mejor futbolista de la historia; otra, el fallecimiento de Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI.
Benedicto XVI fue –quién puede dudarlo– el teólogo más importante de los últimos tiempos. Probablemente porque Joseph Ratzinger no fue un teólogo de escritorio, sino de rodilla en el reclinatorio. Porque no fue un esnob superficial en busca de originalidad, sino un hombre de profunda fe, apasionado por la verdad. En sus escritos y discursos permitió que la poderosa luz de la fe verdadera iluminara la ciencia a la que dedicó su vida.
En los días que siguieron a su muerte, encumbrados analistas escribieron profundas reflexiones sobre la teología, la vida y la obra del papa Ratzinger, sobre su trabajo como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sobre su papado y sobre su renuncia. No pretendo llover sobre mojado: solo me limitaré a los dos aspectos de su vida que a mí me edificaron desde el mismo día que supe de su existencia: su exquisita humildad, y su inclaudicable y tenaz compromiso con la verdad.
Ratzinger, en su humildad, se veía a sí mismo como un mero “cooperador de la verdad”. Pero en los hechos, fue un formidable paladín de la verdad, en un tiempo y unas circunstancias que requerían un enorme coraje para defenderla. Y lo hizo, pagando el precio que fuera necesario, pechando siempre con las consecuencias de sus decisiones, muchas veces difíciles e impopulares. De ahí la profunda paz de su conciencia.
Y es que el papa alemán no solo se erigió en el principal defensor de la verdad en el plano intelectual –contra la dictadura del relativismo que hoy campea en el mundo–, sino que la defendió, dando testimonio hasta en los aspectos más concretos y dolorosos de la vida de la Iglesia. Hizo falta mucho coraje y determinación para barrer lo que había que barrer, y para sacar a luz la verdad, sin importar las consecuencias. Lo hizo hasta donde pudo, hasta donde le dieron las fuerzas…
Salvando la enorme distancia que puede haber entre un papa y un futbolista, el jugador argentino Lionel Messi también le ha mostrado al mundo cuánto puede brillar la virtud de la humildad, cuando quien la ejercita es alguien que tiene todos los boletos para caer en el deplorable vicio de la soberbia.
“La verdad es que no hice nada —dijo Messi en un video previo al mundial, que se hizo viral—, fue Dios quien me hizo jugar así: me dio ese don. (…) No tengo dudas de eso, me eligió a mí y yo hice todo lo posible para intentar superarme. Pero obviamente, sin la ayuda de Él, no hubiese llegado a ningún lado”.
La humildad de Messi es muy edificante en un mundo que pone más su mirada en los ídolos deportivos que en los líderes espirituales. Además, Messi ha vivido de acuerdo con importantes verdades naturales: formó una familia estable con una única mujer a la que ama desde su adolescencia y con ella tiene tres hijos. Su familia siempre ha ocupado el primer lugar al momento de festejar los éxitos deportivos. Parece algo muy simple, pero en el mundo de hoy, enfermo de progresismo transgresor, es un magnífico testimonio de vida.
Es notable advertir cómo dos hombres tan distintos y tan grandes en sus respectivos campos de acción pueden compartir, cada uno a su modo, algunas virtudes tan trascendentes para la vida propia y ajena. Y es que la humildad, como decía Santa Teresa, es “andar en verdad”. Por eso, quienes se esfuerzan por vivir esa virtud adquieren la capacidad de ubicarse en el lugar que les corresponde, sin desviarse por exceso o por defecto de la verdad sobre el origen de sus dones. El papa y el futbolista, supieron advertir en última instancia, que todo lo que alcanzaron, lo alcanzaron por gracia de Dios.
Por tanto, si bien no todos podemos ser grandes intelectuales ni grandes deportistas, sí podemos esforzarnos por reconocer que nuestros dones –sean cuales sean– provienen de Dios; que la única grandeza que importa en la vida es nuestra grandeza ante Dios, a la que se llega por la humildad; y que nuestra felicidad no está ni en las ideologías ni en los vicios ni en los placeres ni en los aplausos de las multitudes, sino en las cosas aparentemente sencillas de la vida: en el amor a los demás, por amor a Dios, por amor a la Verdad.
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