Por muchas razones iba a fracasar la nueva tentativa de pacificación. En primer lugar, se oponía a ella la prédica de los órganos palaciegos. El Día no se cansaba de repetir en todos los tonos: “La paz es de todo punto irrealizable, siempre que no tenga por base el sometimiento a las autoridades constituidas y la integridad de las instituciones”. Los órganos batllistas se presentaban, a los ojos de los países sudamericanos, como los sostenedores integérrimos de los principios constitucionales.
Con un pacto finalizó la revolución de 1897. Por ese pacto se concedieron al Partido Nacional seis jefaturas, o sea el gobierno político administrativo de seis departamentos, hasta tanto que unos comicios generales no declararan a quién correspondía la tutela de la nación, el gobierno del país, que durante muchos lustros había ejercido, sin sanearlo en las fuentes del voto, el partido de Goyo Suárez y de Venancio Flores. “El poder –enseña Beaujour– no es otra cosa que el derecho en acción o en ejercicio”. Era lógico, entonces, que el pacto restringiera las atribuciones que al poder confiere la carta institucional, desde que ese poder había nacido de una violación de derechos. También era lógico que el pacto garantiese la libertad del voto a todos los partidos, para que los nuevos poderes de la sociedad fueran el resultado incontrovertible de los derechos ejercidos por ella. Romper el Pacto de la Cruz, antes de que ese pacto se cumpliese en todas sus partes, era falsear el espíritu de la Constitución, que quiere que los poderes públicos sean la expresión fiel de la soberanía nacional, libremente manifestada por medio del sufragio. Romper ese pacto, pidiéndonos que nos despojáramos de nuestras garantías, en beneficio de un partido que nos gobernaba sin demostrarnos que tenía derecho al gobierno por el número de sus votos, era falsear el espíritu de la Constitución, buscando pretextos para encender pasiones y hacer imposible el gobierno electivo, de que tratan y a que hacen referencia todos y cada uno de los artículos de nuestro código institucional. Romper ese pacto, alegando que solo obligaba al presidente Cuestas y no a sus sucesores, era establecer una teoría tan anárquica como desquiciadora.
El 2 de julio, El Día publicaba una carta de su director, don Pedro Manini y Ríos, fechada en el campamento de las Pavas y que, entre otras cosas, decía lo siguiente: “En el momento en que escribo estas líneas están impartidas las últimas órdenes para la marcha ofensiva que emprenderemos mañana temprano en busca del enemigo. Quién sabe cuándo tendré nueva oportunidad de escribirles, pero abrigo la creencia de que dado el ambiente que se respira en este ejército, dotado de los más hermosos entusiasmos, abrigo la creencia, decía, de que mi primera epístola será mensajera de una nueva victoria, victoria decisiva, ganada para las instituciones por las armas invencibles de este brillante ejército”.
¿No era este el cuadro gráfico de toda nuestra vida de nación libre? ¿No era esta la fiel representación de nuestras desventuras de 1904? ¿No cerraba sus libros el estudiante, para empuñar la lanza y mover el fusil? ¿No gemían las madres de desespero, al encontrar un nombre, bendito por sus labios, en las últimas líneas de un parte de batalla? ¿No iba el país, por un río de sangre y entre muros de llamas, a las orillas de la desolación y del desmembramiento, del desastre y la muerte…?
Nuestra Constitución, la única en el mundo que no ha sufrido una sola reforma en el largo período de setenta años, necesita de varias modificaciones. Entre otras de no menor cuantía, hay que aumentar el tiempo de vida concedido a los poderes públicos; hay que dar a los departamentos la autonomía de que están ansiosos –federalizando, por así decirlo, nuestra administración–; hay que ampliar las funciones y establecer las responsabilidades de los ministros, navegando de pleno en el sistema parlamentario, que quita su razón de ser a las revoluciones; y hay que restringir la suma de facultades que tiene el Poder Ejecutivo, que con extrema facilidad se convierte en tirano, por poco que le ayuden las circunstancias y por poco que forcejee para librarse del yugo de las leyes. En su nombre, se han cometido faltas calamitosas y pérfidos crímenes, sin duda porque, como dijo Alberdi, por perfecta que sea una constitución, siempre hay en ella algún intersticio por donde puede penetrar el sofisma para violarla. La nuestra –de la que se ha dicho que no contiene ningún defecto trascendental– está muy lejos de responder a las necesidades de esta centuria, cuyos horizontes encierran mucho más de lo que abarcaban los horizontes del año 30.
Carlos Roxlo (12 de marzo de 1861 – 24 de septiembre de 1926) fue poeta, ensayista, dramaturgo y político uruguayo. Fragmento seleccionado de su obra: El Uruguay en 1904. La guerra civil.
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