En estos tiempos, muchos hablan de la pérdida de valores y de la consecuente necesidad de educar en valores. Que el problema existe, nadie lo duda. Sin embargo, educar en valores… ¿será el camino correcto para salir del decadente pantano en el que se encuentra la humanidad?
¿Valores?
En todos los ámbitos de la vida social se observa una brutal pérdida de valores. Los políticos dicen que hay que educar en valores, los periodistas lo repiten, y los centros educativos diseñan programas de educación basados en ellos.
Ahora bien, hablar de “valores” plantea varios problemas: ¿todos los valores son iguales o hay una jerarquía? Si hay una jerarquía, ¿es objetiva o subjetiva? Si es subjetiva, ¿quién la determina? ¿Y cómo sabemos que una vez establecida, esa es la correcta? ¿Cómo podemos afirmar en este mundo dominado por la dictadura del relativismo, que hay valores universales, inmutables, innegociables, y que por tanto siempre serán intrínsecamente buenos? Para terminar: ¿no es demasiado teórico hablar de valores?
¿O virtudes?
A raíz de estos problemas, hay quienes sostienen que lo que en verdad hace falta es educar en virtudes. ¿Por qué? Porque por definición, las virtudes se obtienen por repetición de hábitos buenos: a ser madrugador, se aprende madrugando; y a ser veraz, se aprende diciendo la verdad. Y así sucesivamente. Es arduo adquirirlas -requiere esfuerzo- pero son muchísimo más concretas que los valores. Además, es relativamente sencillo ordenarlas, y saber cuáles son las virtudes en las que cada uno debe mejorar.
Tratar de adquirir hábitos buenos y vivir de acuerdo con ellos, implica un compromiso personal del educando, pero, sobre todo, exige gran responsabilidad por parte del educador, ya sea el padre o el maestro. Exige una conducta ejemplar por parte de quien tiene la misión de educar: nadie puede dar lo que no tiene, ni enseñar lo que no vive.
Virtudes cardinales
La virtud más importante de todas es la prudencia, no entendida como máxima precaución, sino más bien como un análisis serio de las causas y consecuencias de nuestros actos, previo a la decisión y a la acción. A veces, una decisión prudente puede ser callar. Otras, hablar con firmeza y coraje. Ocasionalmente, la prudencia puede llevar a arriesgar la vida en defensa de unos determinados principios.
Junto a la prudencia hay otras tres virtudes cardinales (cardo significa ‘quicio’, base sobre la que antiguamente giraba el eje de las puertas): la justicia, la fortaleza y la templanza.
Justicia no significa ‘dar a todos por igual’, sino ‘dar a cada uno lo que le corresponde’. Justicia no es poner dos cajas de igual tamaño en la balanza, sino dos cajas que, entre ellas, equilibren su peso.
Fortaleza es la serenidad para aceptar lo que no podemos cambiar, el valor para cambiar aquello, si podemos, y la lucidez para distinguir la diferencia, en palabras de San Francisco de Asís. Mientras tanto, para los griegos, fortaleza era la moderación del ánimo frente a los impulsos instintivos y los azares de la vida.
Templanza, por su parte, equivale a moderar la inclinación del hombre a los placeres sensibles -subjetivos- procurando orientarlos hacia bienes objetivos, hacia bienes que convienen a la naturaleza humana.
Virtud: la llave del cambio
De acuerdo con la filosofía clásica, por encima de las cuatro virtudes cardinales, están las denominadas virtudes teologales, que son un regalo de Dios: ellas son la fe, la esperanza y la caridad. Y por debajo, están todas las restantes virtudes humanas: humildad, alegría, magnanimidad, laboriosidad, diligencia, responsabilidad, sinceridad, veracidad, generosidad, entre otras muchas.
Por supuesto, las virtudes no son versos sueltos: quien tiene una, suele tenerlas todas. Así el que es templado, por lo general, es justo, prudente y fuerte. Por eso, quien a fin de cuentas es virtuoso, es el hombre en su integridad. Ello no le exime de luchar para perseverar en la virtud. Pero quien ha forjado hábitos buenos, como la puntualidad o la tenacidad, es capaz de vivirlos con mucho mayor facilidad.
Vale la pena pensarlo e intentar pelear contra nuestros defectos. Porque solo si procuramos vivir las virtudes, ¡en grado heroico!, podremos arrastrar a los que vienen detrás por el camino de la virtud. En la batalla de cada uno por ser virtuoso, parece estar el secreto para cambiar la sociedad.
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