“No logramos poner el país en marcha porque nos da temor utilizar el poder”, manifestó el Ec. Carlos Rey a La Voz de La Mañana el sábado pasado. Rey se estaba refiriendo específicamente a la situación que enfrenta la lechería en nuestro país, pero su reflexión posee un valor más general. Después de todo, hace dos años la ciudadanía se pronunció inequívocamente a favor del país productivo. Sin embargo, cuando se trata de bajar estos eslóganes a tierra, parecería que nos paralizáramos ante la perspectiva aterradora de tener que introducir cambios.
Lo que sí sabemos con certeza es que, si seguimos haciendo lo mismo, nuestro sistema productivo no logrará las transformaciones necesarias para ganar competitividad y garantizar una tasa de crecimiento que nos permita pagar las futuras jubilaciones. Según un estudio sobre el sector lácteo presentado por el Ec. Ignacio Munyo el lunes pasado en Florida, un productor uruguayo recibe en promedio US$ 29,4 por cada 100 kg de leche, cifra que consideró baja “incluso para la región”. En efecto, según el director de Ceres, en Chile un productor recibe US$ 34,4, en Brasil US$ 37,8 y solo en Argentina el precio es similar al nuestro. Esto ocurre en un sector donde supuestamente nuestro país goza de importantes ventajas comparativas. ¿Qué nos ocurrió para que hoy nos encontremos en esta situación?
Bueno, si en máquinas concebidas para ser operadas por tres trabajadores trabajan cuatro o más, entonces la productividad por trabajador termina siendo un cuarto menos que el estándar. En la medida que exportamos principalmente leche en polvo, un commodity, este sobrecosto industrial lo paga el productor que recibe una compensación inferior a la de prácticamente todo el mundo. No debería resultar entonces sorpresivo que cada día existan menos productores y que por tanto la producción de leche se encuentre en niveles subóptimos para las condiciones productivas que ofrece el país en este rubro. No queda más remedio entonces que plantearse algunas preguntas ineludibles. ¿Por qué una máquina diseñada por su fabricante para trabajar con tres operarios debe hacerlo con cuatro o más? ¿Quién decide esto? ¿Por qué tiene que ser el productor quien paga la factura? ¿Por qué el “mercado” no logra resolver el problema y no se sostienen fábricas que trabajen con mayor productividad?
En línea con lo que planteábamos en este mismo espacio la semana pasada, parecería que existe un serio problema de estructura industrial que no permite un adecuado funcionamiento de la competencia. Pero, ¿qué puede hacer el Estado al respecto? En primer lugar, garantizar condiciones para que aquellas fábricas que deseen trabajar con mayores niveles de productividad puedan hacerlo. En segundo lugar, fomentar una descentralización de la producción en plantas de menor escala y desperdigadas por el territorio, reduciendo las posibilidades de abuso de unos pocos en detrimento del gran número de trabajadores y agentes económicos en general. En tercer lugar, apoyar con incentivos fiscales el desarrollo de cuencas lecheras en zonas tradicionalmente productoras y que cuentan con plantas con exceso de capacidad instalada.
Para vencer la inercia actual, el Estado necesita actuar con firmeza. Según el estudio de Munyo, el lechero es el sector que más desparrama al resto de la economía, lo que implica que debería ser un destino óptimo para recibir beneficios fiscales, más que la actividad forestal y bastante más que las cadenas de supermercados, farmacias, shoppings y hoteles, los grandes receptores de los beneficios de la COMAP en los últimos años.
Pero para dar ese salto, debemos vencer otra inercia, y es la reticencia que se instaló en nuestro pensamiento económico contra las políticas de desarrollo productivo. El sector forestal primario no se hubiera desarrollado sin un plan concebido por el Estado y si no hubiera venido acompañado de incentivos fiscales de envergadura. Lo mismo había ocurrido casi dos décadas antes con la industria arrocera, que demandó fuertes inversiones en represas y tendido eléctrico. Y así podríamos recorrer todos los sectores productivos, incluido el cárnico.
De las pocas cosas positivas que trajo la pandemia es el retorno a la escena de las políticas industriales. Europa lleva adelante una gran apuesta por el transporte eléctrico, lo que requiere generosos subsidios por parte del Estado. Este camino no es nuevo ni para Uruguay ni para la región. Países como Argentina, Brasil y Uruguay adoptaron este tipo de políticas en la posguerra, logrando desarrollar una vibrante industria nacional que permitió elevar el poder adquisitivo de sus ciudadanos, al mismo tiempo que hacer a los países menos dependientes. Argentina y Uruguay empezaron a salirse de este modelo en la década de los ´60, empujados por una temprana novelería neoliberal que dio inicio a un proceso de desindustrialización, el que solo se profundizó cuando los asesores “civiles” del proceso cívico-militar tomaron las riendas de la economía. Brasil, en cambio, evitó por un tiempo caer en ese error y aprovechó las siguientes dos décadas sacándole millas de distancia a las economías platenses. La enfermedad neoliberal recién logró contagiar a Brasil en la década de los ´90, marcando el final del “milagro brasileño”. Para el momento que la Sra. Rousseff se iba de la presidencia, hasta las fábricas de bombitas de luz habían abandonado el país.
En este momento de revalorización del mundo asiático, valdría la pena detenerse un poco a estudiar los modelos que permitieron el desarrollo no solo de China, sino también el de los Tigres Asiáticos que se habían puesto de moda bastante antes que Irlanda y Nueva Zelandia. Sin embargo, en nuestro país casi no se escucha hablar de eso. Nos interesa que nos compren carne sin aranceles, pero no queremos averiguar mucho cómo hicieron para llegar al estadio actual de desarrollo. No sea cosa que desafíe en algo un conjunto de creencias que nos tiene sumidos en la inacción. De vuelta, es imprescindible vencer la inercia.
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