A mediados de los setenta el estado de Nueva Jersey anunció el “Programa de barrios limpios y seguros”, diseñado para mejorar la calidad de la vida comunitaria de veintiocho ciudades. Como parte del programa, el estado otorgó dinero para ayudar a los ayuntamientos a sacar a los policías de sus coches y asignarles a patrullas a pie. El gobernador y otros funcionarios del estado estaban entusiasmados con la utilización de patrullas a pie para prevenir el delito, pero muchos jefes de policía eran escépticos. En su opinión, la patrulla a pie había sido básicamente desacreditada. Reducía la movilidad de los policías, que tenían por tanto dificultad a la hora de responder a las peticiones de ayuda de los ciudadanos, y debilitaba el control de la comisaría principal sobre los agentes de patrulla. A muchos agentes de policía tampoco les gustaba la patrulla a pie, pero por otros motivos: era un trabajo duro que les mantenía a la intemperie en las noches frías y lluviosas y reducía sus oportunidades de “hacerse con un pellizco”. En algunos cuerpos de policía, la asignación de los agentes a la patrulla a pie se utilizaba como castigo. Y los académicos expertos en la labor policial dudaban de que este tipo de patrulla influyera en las tasas de crimen; en opinión de la mayoría, no era sino una concesión a la opinión popular. Pero ya que era el estado el que pagaba, las autoridades municipales estaban de acuerdo en participar. Cinco años después del comienzo del programa, la Police Foundation (Fundación de la Policía) de la ciudad de Washington publicó una evaluación del proyecto de patrullas a pie. Basando su análisis en un cuidadoso experimento controlado llevado a cabo sobre todo en Newark, la fundación concluyó, para sorpresa de prácticamente nadie, que la patrulla a pie no había reducido las tasas de crimen. Pero los residentes de los barrios en los que estas tenían lugar parecían sentirse más seguros que los de otras áreas, tendían a pensar que el delito había sido reducido y parecían tomar menos medidas de autoprotección frente al crimen (como quedarse en casa con las puertas cerradas con llave, por ejemplo). Además, los ciudadanos de las zonas de patrulla a pie tenían una opinión sobre la policía mejor que la de aquellos que vivían en otras zonas. Y los agentes que patrullaban a pie presentaban una moral más alta, más satisfacción con el trabajo y una actitud más favorable hacia los ciudadanos en sus barrios que la mostrada por los oficiales asignados a los coches patrulla.
Estos resultados pueden ser entendidos como prueba de que los escépticos tenían razón: la patrulla a pie no tiene ningún efecto sobre el delito, solo engaña a los ciudadanos haciéndoles creer que están más seguros. Pero en nuestra opinión y en la de los autores del estudio de la Police Foundation (entre los cuales se encontraba Kelling), los ciudadanos de Newark no fueron engañados. Sabían lo que hacían los agentes que patrullaban a pie, sabían que era distinto de lo que hacen los agentes motorizados y sabían que la existencia de agentes haciendo patrullas a pie realmente hacía sus barrios más seguros. Pero, ¿cómo es posible que un barrio sea “más seguro” si la tasa de delitos no ha bajado e incluso puede haber subido? Encontrar la respuesta a esta pregunta requiere que antes entendamos qué es lo que más asusta a la gente en los lugares públicos. Muchos ciudadanos, por supuesto, tienen miedo sobre todo del crimen, especialmente del que implica el ataque repentino y violento de un desconocido. Este es un riesgo muy real, tanto en Newark como en muchas grandes ciudades. Pero tendemos a pasar por alto o ignorar otra fuente de miedo: el miedo a ser molestado por personas que alteran el orden público (disorderly people). No se trata de personas violentas ni de modo necesario delincuentes, sino de sujetos de mala reputación, o ruidosos o impredecibles: pedigüeños, borrachos, adictos, jóvenes pendencieros, prostitutas, vagabundos, personas con problemas mentales.
En 1969, Philip Zimbardo, un psicólogo de Stanford, dio a conocer algunos experimentos para poner a prueba la teoría de las ventanas rotas. Puso un coche sin matrícula y con el capó subido en una calle del Bronx y otro parecido en una calle de Palo Alto, California. El coche del Bronx fue atacado por “vándalos” a los diez minutos de ser “abandonado”. Los primeros en llegar fueron una familia (padre, madre y un hijo joven), que se llevaron el radiador y la batería. En veinticuatro horas se había cogido prácticamente todo lo que tenía valor. Después comenzó la destrucción aleatoria: las ventanas fueron quebradas, las piezas arrancadas, la tapicería rasgada. Los niños empezaron a usar el coche como campo de juego. La mayor parte de los “vándalos” adultos eran blancos bien vestidos, en apariencia gente respetable. En Palo Alto, el coche permaneció indemne una semana. Entonces Zimbardo procedió a destrozar parte del mismo con un martillo pilón. Pronto los viandantes se sumaron. A las pocas horas el coche había sido transformado y destrozado por completo. De nuevo, los “vándalos” parecían ser sobre todo blancos respetables. La propiedad descuidada se convierte en presa fácil para personas que buscan pasárselo bien, para otros que tienen intención de robar, e incluso para gente que en condiciones normales ni siquiera pensaría en hacer tales cosas y que probablemente se consideran ciudadanos respetuosos de la ley. Debido a las características de la vida en común en el Bronx (su anonimato, la frecuencia con la que se abandonan coches y se roban o rompen cosas, la experiencia previa de que “a nadie le importa”) el vandalismo comienza mucho antes que en Palo Alto, donde la gente piensa que se cuida la propiedad privada y que la conducta inadecuada tiene consecuencias negativas. Pero el vandalismo puede ocurrir en cualquier sitio una vez que las barreras comunitarias (el sentimiento de consideración mutua y las obligaciones cívicas) se rebajan mediante acciones que parecen indicar que “a nadie le importa”. Entendemos que la conducta “pasota” también lleva al colapso de los controles comunitarios.
James Q. Wilson –politólogo y criminólogo estadounidense– y George L. Kelling –criminólogo estadounidense– repensaron el esquema de la inseguridad a través de la teoría de “las ventanas rotas”. Y fueron uno de los pilares desde que los que se combatió la inseguridad en Nueva York en la década del 90.