Uno de los principios fundamentales del Magisterio Social de la Iglesia, es el “destino universal de los bienes”. “«Dios –dice el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia en el capítulo IV– ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. (…) Los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad». Este principio se basa en el hecho que «el origen primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de Dios que ha creado al mundo y al hombre, y que ha dado a éste la tierra para que la domine con su trabajo y goce de sus frutos (cf. Gn 1,28-29)”.
Precisamente por eso, la Iglesia entiende que “la propiedad privada y las otras formas de dominio privado de los bienes «aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad humana; (…) al estimular el ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades civiles». Por eso –sigue el Compendio–, “la propiedad privada es un elemento esencial de una política económica auténticamente social y democrática y es garantía de un recto orden social”.
Por su parte, los personeros del Foro de Davos han dicho en 2021 que “en 2030 no tendrás nada y serás feliz”. Esto significa que el Estado proveerá lo necesario para una subsistencia mínima –casa, alimentación, transporte, salud–… siempre y cuando te portes bien. El Estado sabrá todo lo que haces gracias a la tecnología. El precio de la subsistencia será la entrega de tu libertad personal y de tu privacidad: si eres políticamente correcto –si hablas en lenguaje inclusivo, repites como loro los dogmas de la ideología de género y estás dispuesto a comer hamburguesas de grillo con gusto a plástico–, el Estado te premiará con una pensión que te permitirá sobrevivir; si no, te “cancelará”.
La contradicción entre “el modelo de la Iglesia” y “el modelo de Davos” es evidente. Ellos rechazan la propiedad privada: “no tendrás nada”, no accederás a ningún bien, salvo que el Nuevo Orden Mundial te lo provea. Pero para eso deberás renunciar a pensar por ti mismo y a vivir, crecer y desarrollarte en familia: deberás limitarte a una vida sumisa y solitaria.
Es obvio que una persona sola y sin familia no tiene grandes necesidades: una pieza, una cocina y un baño. Una bicicleta y un empleo –o pensión– le alcanzan. Semejante estilo de vida –con mucha libertad y poca responsabilidad– pueda ilusionar a muchos adolescentes, pero no puede hacer feliz a personas adultas con un mínimo de madurez y sentido común. Un matrimonio necesita bastante más para vivir: un apartamento o una casa de uno o dos dormitorios, un automóvil… Ni que hablar una familia, sobre todo si es numerosa: una casa con tres o cuatro dormitorios, un jardín, una camioneta o una van… Acaso una casa en la playa…
Por eso, no es aventurado pensar que este sistema de eliminación de la propiedad que promueven los poderosos de Davos (aunque ellos no parecen estar planeando desprenderse de sus bienes…), está pensado para destruir la familia –fuente de vida, escuela de libertad y responsabilidad– y para promover en su lugar una vida solitaria, fácil de subsidiar. De hecho, este sistema niega el derecho a formar una familia, a decidir cuántos hijos quieren tener los esposos y, obviamente, a decidir en qué principios, virtudes y fe prefieren educarlos… Es un sistema en el que el Estado intervendrá –incluso más que hoy– en el espacio privado que corresponde a la familia.
La Iglesia por su parte, promueve la equidad en el reparto de los bienes, pero apuesta a la libertad y a la responsabilidad personal. Y entiende que la propiedad privada es esencial para el desarrollo de la autonomía personal y familiar.
En síntesis, si no tener nada equivale a vivir solo, es muy dudoso que ese estilo de vida permita a los hombres ser “felices”: porque la naturaleza humana no está hecha para alcanzar la felicidad en solitario, sino en sociedad. Y la primera sociedad es la familia. Es allí donde el hombre está llamado a ser feliz, a crecer y a desarrollarse mediante decisiones libres y responsables; a producir, a crear y a contemplar; a amar a Dios y a los suyos.
Esa felicidad, esa paz profunda y serena, no puede darla ninguna ideología, ningún foro, ningún fondo: ninguna autoridad terrena.
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