Desde que comenzó el siglo XXI, hemos sido testigos de una especie de “moda política” que consiste en aprobar leyes por mayoría en el Parlamento, sin prestar mayor atención a lo establecido por la Constitución de la República, sin percatarse ni de la letra ni del espíritu que la inspira.
Como bien expresaron en su momento los senadores colorados Yamandú Fau, Wilson Sanabria, Roberto Scarpa, Orlando Virgili y el prestigioso constitucionalista Prof. Dr. Ruben Correa Freitas en la exposición de motivos del “Proyecto de Ley sobe Prohibición de la Clonación de Seres Humanos”, “el Uruguay tiene una Constitución claramente afiliada a la filosofía jusnaturalista, según surge de los artículos 7°, 72 y 332, que reconoce a los derechos humanos, como el derecho a la vida, el derecho a la libertad, el derecho al honor, que son derechos anteriores a la Constitución y que la misma no hace otra cosa que reconocerlos y protegerlos.” (2ª Sesión ordinaria – 07/03/2001 – C.SS Nº 84 – T. 406)
Esta afirmación parece chocar frontalmente con algunas de las cosas que afirma el proyecto de ley de eutanasia redactado por el diputado Pasquet. Por ejemplo, que “toda persona adulta es dueña de su propia vida y debe poder disponer de ella, mientras no haga daño a otros”, que “este criterio radicalmente liberal impregna nuestras leyes, que no castigan la tentativa de suicidio”, y que “la libertad de la persona, atributo inseparable de la dignidad inherente a su condición de tal, comprende el derecho a determinar el fin de la propia vida”. Entre el jusnaturalismo que sirve como fundamento a nuestra Constitución, y el liberalismo radical al que adhiere el proyecto, hay contradicciones que no es posible pasar por alto.
El art. 7 dice: “Los habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad.” Y remata: “Nadie puede ser privado de estos derechos sino conforme a las leyes que se establecen por razones de interés general.” De ello, y del art. 26 que prohíbe la pena de muerte, se deduce que la vida es un derecho absoluto, porque nadie puede ser privado de ella: ni siquiera por razones de interés general.
Ahora bien, incluso si el derecho a la vida pudiera ser limitado por razones de interés general, tanto la eutanasia como el suicidio asistido, no son de interés general, sino de interés particular del paciente y de su familia.
Queda claro además que la libertad, no es un derecho absoluto, y por eso puede ser limitada por el legislador.
Una sentencia de la Suprema Corte de Justicia aclara este punto: “Corresponde señalar que la Carta reconoce la existencia de variados derechos fundamentales, pero ninguno de ellos -con excepción del derecho a la vida (art. 26)- tiene constitucionalmente carácter absoluto, pudiendo en consecuencia ser limitados por el legislador (art. 7, 29, 32, 35, 37, 38, 39, 57, 58 y sigtes. de la Constitución)” (SCJ Nº 525 de 20 de diciembre de 2000).
En consecuencia, si el derecho a la vida es el único que tiene carácter absoluto, el Estado debe tutelarlo siempre, sin excepciones de ningún tipo. Ninguna ley puede obviar el hecho de que es la Constitución quien prohíbe tanto dar muerte a un tercero, como ayudarlo a suicidarse. Ni siquiera un juez puede dictaminar que alguien no tiene derecho a vivir. Lo único que puede hacer el juez, es exonerar al culpable de homicidio piadoso.
Por eso, el Artículo 17 de la ley 18.335 aprobada en el año 2008, dice con buen criterio que “todo paciente tiene derecho a un trato respetuoso y digno. Este derecho incluye, entre otros (…) morir con dignidad, entendiendo dentro de este concepto el derecho a morir en forma natural, en paz, sin dolor, evitando en todos los casos anticipar la muerte por cualquier medio utilizado con ese fin (eutanasia) o prolongar artificialmente la vida del paciente cuando no existan razonables expectativas de mejoría (…)”.
En síntesis, los poderes del Estado no pueden legislar en contra de un derecho que la Constitución solo puede reconocer, por ser inherente a la personalidad humana. El Parlamento, no tiene la potestad de privar a nadie de la tutela de sus derechos por parte del Estado. Y aunque en la práctica pueda aprobar leyes injustas y contrarias a un derecho humano fundamental, la Suprema Corte de Justicia también puede declarar a posteriori, la inconstitucionalidad de dichas leyes.
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