Una de las consignas más provocativas de Javier Milei, candidato a la Presidencia en las próximas elecciones de su país, es su llamado a cerrar al Banco Central de la República Argentina (BCRA). Evidentemente se trata de una utopía imposible de llevar a la práctica; prueba de ello es que el economista argentino ya indicó quién sería el presidente de la institución en caso de asumir la primera magistratura. Sin embargo, como toda utopía, puede servir como brújula que indica la dirección del objetivo a alcanzar, identificando los obstáculos que se presentan en el camino. Y claramente la institución que ingresó al erario público en 1946, durante la Presidencia de Edelmiro Farrell, creó más problemas para Argentina de los que solucionó.
Sin embargo, a lo que aspira Milei en realidad es a dolarizar la economía, discusión que se recrea cíclicamente en Argentina y que parecía haber quedado desterrada luego de la nefasta experiencia con la “convertibilidad” de la década de los ´90. El argumento es relativamente sencillo de explicar, aunque mucho más difícil de convertir en realidad. El punto de partida es que los agentes económicos perdieron la confianza en el peso y, por ende, en su emisor, el BCRA. Cerrar a este último resulta casi imposible –el FMI se quedaría sin cliente–, pero en cambio sí se lo puede emascular eliminando su posibilidad de emitir moneda. Sin la máquina de imprimir al servicio de un Estado cada vez más disfuncional, el sector privado se convertirá en el único generador genuino de dólares, vendiendo bienes y servicios. El Estado deberá endeudarse en dólares, por lo que los inversores deberán hacer sus propios cálculos de probabilidad de repago sin la posibilidad de que el Estado recurra al impuesto inflacionario para mantener al día el servicio de la deuda externa. Limitada su capacidad de endeudamiento, el Estado deberá ajustar su presupuesto y mantener el déficit fiscal dentro de márgenes razonables, categoría inexistente en el manual de economía kirchnerista.
En un primer análisis, daría la impresión que los uruguayos podemos disfrutar del espectáculo argentino, devenido ya en suerte de fetiche, tranquilos de que el desorden en la vecina orilla no afectará nuestra “moneda de calidad”. Después de todo, el BCU ha logrado bajar en aproximadamente tres puntos porcentuales la inflación anual para llevarla a niveles del 5%. Al mismo tiempo, el PBI per cápita pasó de US$ 15.000 en 2020 a casi US$ 23.000 este año, un incremento de aproximadamente 50%, lo que indicaría que efectivamente nuestra economía está “volando”. ¿Pero esto es realmente así?
Lamentablemente, la realidad económica es muy diferente. La producción del núcleo industrial se encuentra en los mismos niveles de 2011, al mismo tiempo que las exportaciones de bienes y servicios han descendido hasta alcanzar los guarismos de 2018-2019. En forma más general, el PBI se encuentra estancado prácticamente en el mismo nivel que en el período 2017-2020, previo a la irrupción de la pandemia. ¿Cómo se explica esta aparente contradicción?
La respuesta se encuentra en la vieja y querida ilusión monetaria. El atraso cambiario infla al PBI nominal medido en dólares como si fuera un globo, mientras que la caída en los precios de los bienes transables permite una mejora transitoria –mientras dure la sobrevaluación del peso– en los indicadores de inflación. Ese PBI artificialmente inflado permite esconder por un tiempo el aumento en la deuda pública bruta –que pasó de los US$ 40.000 millones en 2020 a US$ 50.000 millones este año–, detrás de un ratio de deuda/PBI “estable” en el entorno de un 65%. El problema es que, como ya nos ocurrió en el 2002, una vez producida la corrección cambiaria, el ratio se dispara rápidamente. Ocurre que el PBI es mayormente doméstico, por lo que su valor en dólares se licúa, mientras que la deuda, que está denominada mayormente en dólares o indexada a la inflación a los salarios, disminuye solo levemente. Para entonces, las calificadoras observan aterradas el aumento del ratio de deuda y amenazan con una baja de calificación, lo que fuerza a un ajuste severo ajuste fiscal. Como esta medida termina por hundir la actividad económica, inevitablemente luego sobrevienen la devaluación, la reestructuración de deuda y los problemas asociados. En general el sistema político tiene la fortuna de que esto suele ocurrir mientras Argentina está sumida en un caos mayor, lo que permite atribuir la responsabilidad de la situación al país hermano, pasando por una sucesión de entrevistas televisivas inoportunas, llantos y eventuales pedidos de perdón.
En efecto, junto a “la moneda de calidad”, la “desdolarización” constituye la otra cara de esa esa fantasía que el año pasado costó unos US$ 1200 millones al BCU, en un ejercicio de astoribergarismo que a priori no se esperaba por parte del actual equipo económico. La contracara es que estas políticas fueron muy rentables para los especuladores que dan cuerda al BCU. Pero la cruda realidad revela que nadie se encuentra dispuesto a ahorrar en pesos si no se le asegura una tasa de interés real positiva o una expectativa de superar los rendimientos ofrecidos por los instrumentos en dólares. Ese no es precisamente un signo de confianza en ninguna moneda, sino todo lo contrario. Basta ver qué ocurre en el mundo del dólar y el euro, donde la mayoría de los inversores se conforman desde hace años con tasas reales negativas, antes que aventurarse a especular en “monedas de calidad” emitidas por países que, como el nuestro, caen en la trampa.
Visto de esta manera, nuestra política de desdolarización es tan utópica como el propósito de Milei de eliminar al Banco Central. La economía uruguaya no se encuentra en una situación tan confortable como para seguirla dejando en manos de burócratas que buscan probar teorías que el sentido común indica no funcionan. Llegó el momento que el BCU cambie una política cambiaria que nos está consumiendo como si fuéramos una velita. Somos conscientes que eso requerirá un esfuerzo fiscal. La respuesta para ello se encuentra en la revisión de las múltiples exenciones que se dan a través de la COMAP, y que favorecen una inconveniente concentración de empresas y la sustitución de empleos por maquinaria en un momento que el desempleo vuelve a aumentar.
Finalmente, el BCU debería prestar más atención a la política crediticia y actuar con mayor prescindencia de las presiones de los bancos privados, aprobando de forma urgente una prórroga a los vencimientos de créditos afectados por la emergencia agropecuaria. Cabe notar que ya hace exactamente una semana el MGAP anunció la extensión de la emergencia hasta fin de año, y sin embargo todavía no hay noticias del BCU. Eso impide que el BROU actúe, ya que cualquier prórroga sin autorización del ente rector resulta en caídas de categorías para los clientes, lo que lejos de ayudarlos los perjudicaría.
En suma, está en manos del propio BCU vacunarse contra el eventual surgimiento de un Milei vernáculo que empiece a cuestionar la existencia del ente monetario. En el “mundo Milei”, en lugar de contar con la protección de un banco central nacional, terminaríamos dependientes de las decisiones de una casa matriz en Madrid o San Pablo, ni siquiera de un banco central extranjero, el dulce sueño de algunos “think-tank” locales. El destino está todavía en nuestras manos, no podemos seguir vacilando. Llegó la hora de las decisiones.
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