Corría el año 1977 y escuché por primera vez a Eustaquio Sosa en una peña, en una casa de residentes a beneficio de un niño.
No conocía aún su voz fuerte, potente y profunda, llena de emociones y sentimientos de patria.
Hombre que tenía su raíz en la Charqueada y su alma sobrevolando por todo el pago olimareño y oriental.
Lo escuché cantando “Pa los treinta y tres “
Me conmovió.
Su interpretación y forma de azotar la guitarra eran únicas. Y digo “azotar la guitarra” porque por momentos el encordado y la madera temblaban ante sus manos.
Un verdadero poeta, hombre sencillo, humilde y gentil, y no exento de algún arrebato cuando la situación lo ameritaba.
Los años pasaron y amaneciendo en los 80, coincidimos en peñas varias. Me viene a la mente “La toldería de Tacuabé” en la calle Chaná esquina Acevedo Díaz, propiedad de los Rodríguez Lourido.
Noches de cielitos, malambos, vidalitas, huella, vino y empanadas.
Para variar, íbamos hasta la calle Yatay, esquina San Martín, a la “Pescadería de Carlitos”, un rincón único con las paredes tapizadas de fotografías de cantores orientales y argentinos que lo visitaban.
Carlitos también era cantor, al igual que su hija, y atendían este negocio con gran amabilidad y nunca faltaba una guitarra. Cantar era inevitable.
Compartimos con los años muchos escenarios mayores, en Durazno, Treinta y Tres, Patria Gaucha, etc.
Recuerdo que ganó el Charrúa de Oro y él ya se había retirado, estaba en Montevideo, casualmente en “lo de Carlitos” y tuvo que volver y me acuerdo de expresar alguna contrariedad por este hecho, como no dando la importancia de recibir tal galardón.
Cantamos juntos en Flores, con la obra del payador Juan Carlos López “Hoy más que nunca Saravia”.
Estuvimos cantando juntos en Florida, en la repatriación de los restos de Timoteo Aparicio. También en Paso de los Toros, en el primer Festival de la Lana
Profundamente artiguista y federal, fue uno de los precursores para que le quitaran el nombre del puente de la avenida Sarmiento.
—No se puede permitir que Sarmiento, pase por encima del General Artigas —argumentaba.
Sin duda simbólicamente, tal hecho tiene poco de afortunado. Yo mismo, años después por el año 2000, insistí en el tema, pero la realidad indica que tal puente lleva otro nombre, aunque una extremos de dicha avenida.
Tengo en casa, encuadrado, la letra del poema “América Artigas”, que me obsequió en una visita a su casa en calle McColl.
Contiene una dedicatoria especial a mi nombre, en el cual me reconoce como “blanco y artiguista”.
Como poeta, a mi valoración, es que fue excepcional. El tiempo lo pondrá en el sitial que merece y que no todos aún han notado, para colocarlo donde debe estar. Fue una pluma exquisita y llena de imágenes y energía.
Como cantor, es imposible olvidar su impronta, voz y rasguidos.
Me parece verlo acicalarse la larga barba blanca y decir entre risas:
—Cada día me parezco más a Timoteo.
Con Eustaquio, las noches eran cortas y las poesías duraderas.
El profundo amor por sus hijas, Victoria y Nashibe, están siempre al borde de sus labios prontos a salir, aleteando cual mariposas.
Yo tuve la fortuna de compartir tiempo, poesía, guitarra y algún vino con Eustaquio Sosa.
Sí, fui afortunado.
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